Transeúntes (2015), de Luis Aller
Por Miguel Martín Maestro.
Termino el visionado de la película anonadado, aturdido, asombrado. Confuso pero entusiasmado, con la sensación de haber perdido muchos detalles y muchas historias, aunque me doy cuenta de que los 100 minutos se han hecho cortos, se han ido transformando en algo apasionante. Aquellos que hemos sufrido encima de una bicicleta sabemos lo duro que es una cuesta pronunciada, pero la alegría y satisfacción que produce llegar a la cumbre con la sensación de haber superado con elegancia y respiración el reto… Pues Transeúntes es una película que se asemeja al Alpe d’Huez cinematográfico, pero cuya culminación te deja con el estupendo sabor de boca de las obras originales y arriesgadas, tanto como para sentar, en 100 minutos, un repaso absoluto de este país, desde los estertores franquistas de la protodemocracia a la contemporaneidad más absoluta, y al tiempo presentarnos a las personas en su vida diaria, en episodios breves y sencillos, a veces brutales y demoledores, otros insustanciales, muchos solitarios, es la vida en imágenes fragmentadas.
Para situar al espectador, y sé que solemos cometer este error de comparar o buscar citas cinéfilas, Transeúntes puede ser la película más godardiana del cine español, del Godard amante de Dziga Vertov, y al tiempo aparentar ser heredera del cine de Juan Cavestany, Canódromo Abandonado y demás guerrilleros del cine actual español, aunque siendo honestos sería al revés, porque esta película empezó a hacerse en 1993. Hay que avisar que no estamos ante una propuesta fácil, es una película enormemente exigente por su fragmentación, cada escena puede intercalar, fácilmente, planos de otras cinco o seis, de tal manera que a intervalos de breves segundos se suceden otros igualmente breves que corresponden a otra escena diferente, y a la conclusión de las mismas el cerebro ha tenido que ir recomponiendo las imágenes fragmentadas para articular una historia con cada una de ellas. Agota, es indudable, agotan los múltiples formatos visuales utilizados por el director, para quien el montaje de esta película ha tenido que ser una pesadilla, agota no recordar quién es cada personaje y cuándo lo hemos visto previamente en pantalla, pero bendito agotamiento cuando viene teñido de novedad y riesgo.
Cerca de 7.000 planos componen la películ, y ésta tiene alrededor de 6.200 segundos de duración, puede el lector/a hacer su cálculo personal de la duración media de los planos y algunos sobrepasan bastante esa media. El ojo es incapaz de retener y de ver, la atención se fragmenta y la desubicación puede ser infinita, incluso hay planos superpuestos. Ya desde los títulos de crédito iniciales uno se da cuenta de que tanto actor y tanto personaje del que apenas uno tiene tiempo de leer uno o dos nombres no pueden tener cabida en una película, pero luego ves y aprecias enormemente que sí. Estamos ante una nueva sinfonía de una ciudad, Barcelona, y sus habitantes, espontáneos e involuntarios actores que se suman a los profesionales. La película habla de todo lo imaginable, de todas nuestras miserias presentes pero de aquellos horrendos crímenes del pasado que ya no recordamos y ya no son portada de telediarios, desde Sarajevo a Ruanda, del origen del SIDA, de los atentados de los 80-90, de la crisis, de la prostitución, del racismo, del machismo, del crimen, de la corrupción, de la explotación, del paro juvenil, de la miseria del pobre contra el más pobre, de la violencia policial, de las bandas mafiosas, de lo barato que les sale a algunos matar y lo caro a otros, de la España blanca a la España multirracial.
No casualmente la película se ha ido formando a lo largo de casi dos décadas, en 20 años han cambiado muchas cosas y otras permanecen inalterables, cambia la estética de la ciudad y de las personas, pero los problemas de fondo persisten. Mezclando pasado y presente como una sucesión continua todo sorprende, pero nada nos desubica en lo espacial, reconocemos esos caracteres y esos comportamientos porque la crisis de los 80 es como la de los 90 y como la de ahora, la pobreza energética se dio entonces y ahora, los desahucios, la droga, la explotación laboral, la explotación de la mujer. Cambia la forma pero no el fondo, cambia la imagen y cambia el diseño, todo lo del pasado parece viejo, aunque sólo basta con salir al extrarradio para comprobar que lo viejo y lo ruinoso perviven. El espectador carece del reposo suficiente para tomar distancia con lo que ve, se nos presenta un pasado remoto y reciente donde las imágenes se suceden, se superponen, se solapan, las historias se entrecruzan a base de montaje pero todas cuentan una historia, una historia que puede no acabar porque vamos circulando por una ciudad recogiendo episodios fragmentados porque no paramos, del mismo modo que oímos frases incompletas de conversaciones.
Godard y Vertov parecen refundirse en una propuesta magistralmente sugerente, quizás solamente apta para apasionados del cine experimental, para buscadores de perlas fuera de aguas tan poco profundas como las de la exhibición comercial, pero tan dinámicamente vivas que, a poco que uno se introduzca en la forma captará la multitud de historias que encierra un soberano puñetazo a nuestra forma de ser, a nuestra sociedad del bienestar, a nuestra permanente crisis personal, en forma de amores y desamores, y política. Nada es nuevo en el mundo del arte a poco que se repase su historia, pero de vez en cuando hay cosas que parecen nuevas porque casi nadie las ha hecho antes, aunque para ello tenga que renunciar a gran parte del público y a la recaudación, pero lo que no perderá será mi aplauso ante una de las películas más bellas que he podido ver este año, belleza en cuanto riesgo, belleza en cuanto asumir que se puede crear algo interesante partiendo de la renuncia a contar una historia monocorde asumiendo el reto de la polifonía en imágenes.