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La gran apuesta (2015), de Adam McKay

 

Por Miguel Martín Maestro.

la gran apuestaLo más probable es que esta película me provoque la necesidad de recuperar el cine anterior de su director, títulos que, ante la necesidad de seleccionar entre tanta oferta, fueron aparcados por una inexplicable decisión de prioridades. De prejuicios en suma, de títulos deliberadamente odiosos y malsonantes como para atraer mi curiosidad como espectador. Pero si la pulsión y ritmo de La gran apuesta es una constante del cine de McKay nos encontramos ante un director superlativo, si no en la belleza formal de sus imágenes, sí en dotarlas del ritmo y encaje necesarios para convertir un relato inaprensible para el común de ciudadanos en un thriller devastador.

McKay tiñe de comedia lo que no deja de ser una de las grandes tragedias de nuestras sociedades de progreso y bienestar. El enfoque, el desarrollo, la propuesta, es la de relatarnos las semanas previas al momento en que todo lo sólido se derrumbó ante los incrédulos ojos de los ciudadanos de a pie, la soberbia ceguera de un sistema político ineficaz para defender los intereses generales y la avaricia y codicia sin fin de los que saben que sus estafas, si no impunes, terminarán siendo pagadas por otros en las consecuencias económicas. Más que una gran apuesta estamos ante una gran estafa, el mecanismo de conversión de los agujeros financieros en deudas asumidas por los ciudadanos, una rueda sin fin, una bola de nieve que alimentaba deudas generando más deudas, hasta que el estallido de la burbuja inmobiliaria arrastró sociedades de inversión, entidades financieras, bancos y lo peor, a los particulares endeudados de por vida. Si vendes mierda no puedes comprar más que mierda aunque te prometan que es una inversión rentable y segura. Y si a un producto seguro le vinculas un producto podrido, todo termina pudriéndose.

Estamos en una película sin buenos y malos, todos son malos, todos han alimentado el agujero sin fondo del crecimiento sin respaldo, de la ficción de los números, de la contabilidad creativa, de las hipotecas subprime, de los CDO, de los bonos triple A alimentados con bonos basura. Cuanto mayor era el agujero, mayor era el valor en bolsa; cuanto mayor era el riesgo, más se publicitaba la solidez del sistema y las oportunidades de financiar una casa cuya hipoteca llevaba referenciados unos índices que, el día menos pensado, harían saltar los tipos de interés a porcentajes inasumibles. Estamos en 2007-2008, casi han pasado 10 años y seguimos sin intervenir. El tsunami financiero que terminó colapsando la economía real sigue levantando grandes olas a su paso, primero fueron los EE. UU., después Europa, un poco más tarde España, que siendo Europa en muchas ocasiones no lo parece, y la ola sigue hacia el Este, luego será China y Rusia… Y mientras tanto, vuelta a empezar inventando nuevos productos falsos con los que captar los ahorros de los inversores para enriquecimiento último de los de siempre.

El espectador medio tiene que olvidarse de intentar entender el funcionamiento de estos fondos llenos de buitres, a mí se me escapa pero soy consciente del humo vendido a precio de oro, de cómo ese dinero desapareció para desesperación de muchos y enriquecimiento constante y brutal de unos pocos, los de siempre. Que las convenciones de inversores se celebren en Las Vegas puede deberse a que lo que sucede en Las Vegas se queda en Las Vegas; pero no oculta la gran certeza de cuánto de ruleta rusa, de apuesta con cartas marcadas, de dados trucados, oculta la economía financiera, término acuñado para hablar de especulación. Todo este sistema de crecimiento imparable de economías basadas en el consumo se ha basado en periodos expansivos de grandes números y crisis cíclicas, con reparto de papeles muy bien atribuidos, las pérdidas y las ganancias han caído siempre del mismo lado, han perdido los mismos y han ganado (más) los de siempre. Así que McKay no oculta cómo, dentro del colapso de las grandes firmas, con mascarón de proa en Lehman Brothers, los personajes encarnados por Christian Bale, Steve Carrell, Brad Pitt y Ryan Gosling, no son los concienciados ciudadanos que ante la perspectiva de un colapso financiero tratan de salvar a sus semejantes, no son esos demócratas convencidos, esos sufridos destapadores de fraudes como Robert Redford en los años 70. Son, y han sido, tiburones dispuestos a hincar su dentadura en cualquier espacio donde los millones de dólares quedaran enganchados en su cuenta de resultados. McKay va mezclando cuatro historias de estos inversores profesionales, desde los que están al servicio de grandes firmas, los que quieren ser admitidos como grandes brokers profesionales y necesitan aumentar su valoración contable y hasta los que se han retirado asqueados por la podredumbre del sistema.

gran apuestaA estos inversores no les tiembla el pulso, pese a que puedan surgirles dudas a la hora de ejecutar sus inversiones, para apostar todo o nada. En toda crisis hay un visionario que la anticipa y que puede jugar a la contra. Apostando a que el sistema inmobiliario quebraría por desentrañar los grandes números que estaban detrás del mercado inmobiliario; un puñado de escogidos y aventureros de la inversión obtuvieron ganancias impensables en tiempo de crisis, incluso apostando contra sus propias empresas. McKay no olvida que los actos de estas moralmente miserables personas que viven del sufrimiento ajeno (especialmente interesante el personaje y la interpretación de Steve Carrell) producen consecuencias. A los yates, golf, escorts de lujo, descapotables, cocaínas y aviones privados les suceden casas a la venta por impagos de hipotecas, colas de parados, homeless con la botella de whisky peleón, comedores sociales, medicares insuficientes, una legión de damnificados sin posibilidad de cambiar la situación porque, a esto, se ha llegado por la connivencia del poder político. McKay subraya la ficción con imágenes reales, noticiarios, fotografías, videos caseros, son fogonazos que juegan la misión de mostrarnos lo que se tiende a ocultar en los informativos mayoritarios, vendidos a la política de los grandes números las personas no importan. Un agujero de 30.000 millones de euros no significa sólo un problema financiero, sino cientos de miles de inversores estafados, humillados, engañados por sus propias entidades financieras.

Lanzar acciones cuando sabes que tu banco está quebrado hasta las raíces tiene un nombre, pero que el supervisor bancario, el supervisor del mercado de valores, la autoridad monetaria y el ministerio correspondiente lo permitan, mirando para otro lado, demuestra no sólo la falta de moralidad del sistema, la corrupción generalizada del que no hace su trabajo, sino la existencia de un entramado criminal destinado a saquear fondos privados que terminarán siendo asumidos por fondos públicos. Nos encanta la economía de mercado porque las ganancias se quedan enteras, ni tan siquiera asumimos pagar los impuestos que corresponden sino que nos llevamos las mayores ganancias y filiales fantasmas a paraísos fiscales, y además sabemos que el sistema va a socializar las pérdidas. La película debería funcionar como un puñetazo en el espectador, demostrarnos lo tontos que somos, si es que no lo habíamos asumido, creyendo que nuestros gobernantes se han desvelado por proteger a las mayorías y evitar las rapiñas. Su ritmo es electrizante y el mensaje es desolador, no hemos aprendido de la anterior y ya estamos en la siguiente, nuestros amigos banqueros ya están vendiendo productos similares cambiados de nombre mientras el encargado de no permitirlo alaba la solidez del sistema. Al cabo de los años nos volverán a llover las deudas, los recortes, los recordatorios de que hay que sacrificarse, lloverán los millones de parados, los subsidios, los ciudadanos sobreviviendo con unos miserables 426€ de ayuda. Y mientras tanto, unos centenares de hijos de puta seguirán fumándose sus puros amarrados a un whisky de 30 años y tocando las nalgas de una joven que podría ser su nieta. Podrían ser, incluso, hasta alguno de los protagonistas de esta película.

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