‘Juegos reunidos’, de Marcos Ordóñez
Por Ricardo Martínez Llorca.
Juegos reunidos
Marcos Ordóñez
Libros del Asteroide
Barcelona, 2016
300 páginas
Los Juegos Reunidos, entre los que se incluía La Oca, que fueron tan populares entre los niños de las décadas de los sesenta y setenta, son todo lo contrario que unos Juegos Olímpicos: nada de musculatura, ni de patriotismo, ni de dinero, ni de publicidad ni de gloria. Como referente para esas dos generaciones, suponen una garantía de pacto moral, en tanto que de ese calibre es la ingenuidad que se adhiere al verbo jugar durante la infancia. Jugando uno aprendía a ser justo sin atrofiar el deseo de victoria, o a ser camarada de tu compañero en la ruleta, frente a otros amigos que serán, a su vez, camaradas en el próximo turno. Jugando uno aprende, en definitiva, a ser amigo, algo imprescindible para que el alma sobreviva en una sociedad hostil.
De ahí el título de este libro de Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), en el que recopila en forma de relatos, en ocasiones de relatos en verso, parte de su memoria. Pero como no existe actividad más solitaria que la escritura, Marcos Ordóñez se propone hacer uso de la memoria como si esta fuera un diálogo: “Y de repente me lo figuro (…) con la edad que yo tenía entonces, como si yo, a ver si me explico, hubiera tenido el valor de vestirme con sus ropas”. Esa persona a quien se figura se trata de él mismo, vuelto a ser niño. En ese sentido, la memoria bebe de la misma fuente que el sueño, donde uno se ve a sí mismo como si la mirada perteneciera a otro. La asociación entre vida con la metáfora del sueño, queda resuelta, pues, gracias a lo que supone la memoria. Ordóñez la exprime para destacar aquello que en el pasado merecía más la pena, aquello que se ha perdido a medida que ha aumentado la velocidad. Las sensaciones, sin ir más lejos, duraban más de lo que duran ahora. Tal vez no sea posible poner nombre a las sensaciones, pero sí sabemos que son comunes a cualquier ser decente. De ahí esa escritura oral, con erudición, pero oral, que refleja episodios como la relación con ese primo mayor, su mentor, su tutor, su ídolo, o más recientemente con alguna actriz en plena decadencia afectuosa, sin amargura.
El libro no puede tomar otra forma que no sea la de los relatos, más o menos cortos, dado que de una biografía, sobre todo la propia, no retenemos sino retazos. En el caso de Ordóñez, los mejores son los episodios más breves, porque son más universales. Los vínculos con el mundo de la cultura o del alcohol que refleja en los pasajes más largos, no se asemejan a los de cualquier otra existencia. Al mismo tiempo, Ordóñez traza la geografía de una Barcelona también universal. Porque lo que le llama la atención de ella es la vida del subsuelo, del suburbio, de lo contrasocial en todos los sentidos, donde siempre habrá pequeñas cosas que funcionen bien, que provoquen buenos sentimientos. Juegos reunidos versa sobre las filias y fobias de Marcos Ordóñez, que son en buena medida la misma sensación; uno tiene la impresión de que donde se encuentra más a gusto es donde tiene más miedo.
Y es el miedo el promotor de este libro. Miedo a que tras la muerte no quede nada de sus recuerdos. No miedo a morir, ni miedo a que se le borre la memoria. Sino miedo a que de su memoria no quede nada en ningún lugar del universo. Porque la memoria, como las obras de arte, como la literatura, pertenecen a todo el mundo. Al igual que La fragua de Vulcano o la pagoda de Shwedagon ya son bienes que todos tenemos derecho a disfrutar, una vez que sus autores las dieron por finalizadas, otro tanto debería suceder con la memoria, que una vez vivida una vida, ya está a disposición de la vida de los demás, que podrán reunirse para jugar a La Oca alrededor del tablero, cuyas casillas dibujan aquello que más significó en la biografía: El sombrero panamá, la fotografía de Bob Dylan, la tostadora, los cigarrillos Gitanes, el gato negro, Truffaut o la primera Vespa.