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‘Los odiosos ocho’: Un Tarantino bipolar

Por IVÁN F. MULA

Al recoger, en nombre de Ennio Morricone, el Globo de Oro a la Mejor Banda Sonora por Los odiosos ocho, Tarantino dijo que el compositor italiano «nunca había ganado un premio en América por ninguno de sus trabajos«. Al escuchar esto, el público, sorprendido, aplaudió mientras Quentin alzaba el trofeo obtenido por su ídolo. Lo gracioso es que Morricone no solo fue reconocido con un Oscar honorífico en 2006, sino que, además, también fue galardonado con dos Globos de Oro anteriormente: por La misión (1987) y La leyenda del pianista en el océano (2000). Sin embargo, fuese consciente o no la trampa de Tarantino, su discurso, por la fuerza del mensaje, funcionó y generó un montón de titulares, tanto para alabarle como para corregirle.

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En esa misma fina línea entre la autenticidad y la mercadotecnia, es en la que siempre se ha movido (y lo sigue haciendo) su cine. Cada vez más libre y caprichoso, con Los odiosos ocho propone un juego de misterio al estilo Agatha Christie en un ambiente de western claustrofóbico. La película, dividida en dos partes bien diferenciadas, tiene un tramo inicial excesivamente largo, con conversaciones eternas sobre temas insustanciales (marca de la casa) y una innecesariamente prolija presentación de personajes.

Sin embargo, pasado el suplicio de su planteamiento, la cinta se vuelve salvajemente divertida, se llena de acción, excesos sanguinolentos y una violencia extrema que hará las delicias de los incondicionales del cineasta. En muchos aspectos, recuerda a su primer filme, Reservoir dogs (1992), aunque lejos queda ya aquel tiempo en que la fragmentación narrativa era equilibrada y las escenas más desagradables quedaban fuera de campo. En Los odiosos ocho, lo mismo vemos pasar los minutos sin que ocurra nada interesante como, de pronto, a un personaje le vuelan la cabeza derramando sus sesos sobre la cara de otro.

Nada disimuladas son las referencias a Posesión infernal (1981) o La cosa (1982), aportando, como siempre, ese espíritu de cinéfilo de videoclub que, a pesar de todo, es muy de agradecer. Lástima que, en general, esta vez, se le escape la maquinaria de las manos, por defecto y por demasía, y ni siquiera sepa qué hacer con la excelente banda sonora de Morricone. Eso sí, los actores están soberbios, especialmente, un Samuel L. Jackson desencadenado y una fantástica (y sufrida) Jennifer Jason Leigh.

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