Vivimos a merced de ciertos silencios
Por Inés Sánchez de la Viña Rodríguez.
Estaba de pie, justo delante de la puerta del bar.
Recuerdo que dentro hacía un calor infernal. Cogí la cerveza y decidí salir afuera un rato. Necesitaba tomar el aire. La luz del amanecer me cegó por unos instantes. Debían ser ya las siete u ocho de la mañana, vete tú a saber. El frío invernal me golpeó de lleno en la cara, y me costó volver enfocar de nuevo. Notaba los ojos terriblemente irritados, como para no… Llevaba casi 24 horas con las mismas lentillas puestas, eso sumado a más de medio día de viaje: dos trenes, un avión, un bus, un coche… Y prefiero no contabilizar la cantidad de alcohol que Dios sabe me había bebido en las últimas horas.
El día anterior apenas había conciliado el sueño. Nunca consigo dormir a pierna suelta antes de un (gran) viaje. Ni siquiera logro echar una cabezada durante el mismo. Prefiero observar a otros viajeros. Sobre todo en los aeropuertos.
Uno tiende a pensar que estos lugares son extraños e impersonales espacios de tránsito. A mí, personalmente, siempre me han parecido espacios extremadamente interesantes, uno de esos ‘no-lugares’ de los que hablaba Augé. Creo firmemente que este tipo de espacios –bien sea la terminal de un aeropuerto o una estación de trenes– son dignos terrenos de estudio para la observación y exploración del comportamiento humano. Y me explico: cuando uno viaja sufre de una u otra forma un período de transformación y transición. Los turistas vivimos en cierto aspecto entre dos realidades paralelas: nuestro propio ambiente, que dejamos atrás, y el destino (vacacional), donde nos encontramos físicamente, pero del que tampoco formamos parte de manera integral. Deambulamos pues, entre nuestra cultura y la del destino, entre la falsedad y la autenticidad o entre la artificiosidad y la espontaneidad.
Estaba de pie, justo delante de la puerta del bar.
Entorné un poco más los ojos, aún algo sensibilizados por el fulgor (y la confusión) del regreso. Digamos que me encontraba totalmente absorto en mi propio ‘no-lugar’. Solo entonces pude reparar en que alguien me observaba en la distancia. Sonreía con los ojos, si es que saben a lo que me refiero. Me dio la impresión de que aquellos agujeros oscuros se clavaban en mí, como si tratasen de adivinar qué era lo que me pasaba por la cabeza. Y entonces me pregunté, ¿con qué derecho entramos con fractura en la vida de otras personas? ¿Acaso es lícito hacerlo sin pedir ningún tipo autorización? Hacía tiempo que no me pasaba algo así.
Aún no logro comprender muy bien cuál fue la fuerza que me impulsó a devolver ese gesto de forma tan abrupta. Normalmente soy un tío de lo más contemplativo, pero esta mirada poseía tintes de invitación. O tal vez el término más adecuado en este caso sea provocación.
Creo recordar que fue en una novela de Modiano donde leí la siguiente frase: ‘Lo que hay que hacer es tirarse al agua, en vez de andar rondando el borde de la piscina.’
Estoy calado hasta los huesos.
Y sí, hacía tiempo que no me pasaba algo así.