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‘Crónicas de un país que ya no existe’, de John Lee Anderson

Por Ricardo Martínez Llorca

Crónicas de un país que ya no existe. Libia, de Gadafi al colapso

John Lee Anderson

Traducción de Gabriel Pasquini

Sexto piso

Madrid, 2015

199 páginas

cronicas libia

Después de haber estado allí, ¿cómo es posible que nadie soporte un mundo tan sucio? ¿Tal vez por el aliento que flota en algunas capas del hojaldre del escaso rocío del desierto, invitando a pensar que no ha terminado la prometedora Primavera Árabe? John Lee Anderson (California, 1957) viajó hasta el país más oscurantista de aquellos en los que tuvo lugar la última rebelión en busca del Edén, aunque más con intenciones de cronista bélico que con ánimo de ayudar a soportar los pilares morales que combatían la angustia. Durante meses Libia fue un grueso reguero de pólvora hasta la muerte de Gadafi. Y Lee Anderson supo sumergirse y detallar la guerra en una sucesión de párrafos que impactan. Con las calderas a pleno rendimiento, se aproxima todo lo posible a las bombas, sabiendo, eso sí, que en caso de guerra lo mejor es permanecer en la periferia. Pero absorbiendo lo frenético: como la inmediata y masiva emigración de los trabajadores marginales, los filipinos o bangladesíes, que aceptaban los trabajos más rastreros del país. Hay en esos episodios cierta inocencia rasgada a tiros. Y Lee Anderson se empeña en conocer el origen y el destino de cada disparo que afila sus orejas. Confiesa el valor y confiesa el miedo. Escucha a la muerte y el caos moviliza el líquido vítreo de los ojos. No oculta nada de lo atroz que presencia, en una guerra sin información, en la que nadie sabe quién está ganando o perdiendo; en la que abundan los rumores y se ningunean las certezas. El espíritu festivo de la buena revolución se terminó a las pocas horas, pues en seguida llegó el tiempo de los cuchillos. El tiempo de lo festivo que sucede a lo violento, de la anarquía en forma de infierno. Del horror. Las veredas del camino están sembradas de restos humanos, no todos muertos, pero todos sin humanidad. Lee Anderson se apaña para incrustar pequeñas historias dentro del gran mosaico, sin que su redacción pierda nunca el vértigo, pero permitiéndole beber, aquí y allá, de la amistad. Lee Anderson es un testigo, pero no un héroe. Y no pretende ser otra cosa: su sinceridad emociona, porque los protagonistas son los locos y los sufrientes.

A esa primera mitad del libro, demoledora, sucederá un análisis geopolítico, algo antropológico, social y económico. Tras las repugnantes muertes que causó Gadafi, y su siniestra muerte transmitida de teléfono móvil a teléfono móvil, Lee Anderson investiga las deficiencias y dificultades de un gobierno de transición que nunca llegó a cuajar. Los rebeldes se ven condicionados tanto por su triunfo como por sus costumbres. El paisaje después de la batalla es desolador, en el que en mitad del desierto urbano se escucha algún “gloria a Dios” pronunciado con mucha sed. Cualquier visita que Lee Anderson hace a oficinas, delegaciones o a la mismísima mansión de Gadafi, es un cuadro tan chocante como estremecedor. Impera un vacío que es hasta físico, pues había hecho de Libia un negocio familiar, una vez que desaparece la monomanía de Gadafi, que es él mismo. Su locura de autócrata, su vehemencia, su esquizofrenia progresiva, la confusión que él inventó y que terminó por convertirse en su primera línea de defensa, y su apoyo a actos de terrorismo.

Así es como Lee Anderson llega a la conclusión de que Libia es un territorio sin estado, el primer testimonio de la incertidumbre. Un terreno para juegos de tronos, oscuros, sin ley que ponga orden, con centenares de grupos armados, entre los que se encuentran islamistas violentos. Una nación tan desestabilizada que no es capaz de controlar sus fronteras que, por otra parte, son miles de kilómetros de desierto. Paradójicamente, Libia es un país aislado. Y, dada su ubicación, un territorio donde tal vez el ISIS, nos previene Lee Anderson, esté construyendo parte de su califato. Se podría interrogar a Lee Anderson acerca de estas conclusiones, se podrían rebatir o apoyar. Pero lo que es innegable, es que como escritor, como reportero, no nos ha permitido ni un segundo de reposo hasta que no hemos llegado al final. Tras varias horas de lectura sin apartar la vista del libro, entonces ya el lector puede coger aliento.

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