La mujer cíclica
La mujer cíclica, de Laia López Manrique
La Garúa (Barcelona, 2014)
ISBN 9788494114052
Por Rebeca del Casal
La mujer cíclica (La Garúa, 2014) es un ejercicio de desdoblamiento, en sentido literal: extender algo que estaba doblado. En su segundo poemario, Laia López Manrique extiende sobre una mesa de disecciones lo que estaba aparentemente ordenado, encasillado y oculto, indiviso, desplegando cada pequeño reducto del yo en un mundo “escorado hacia la contención o el más fuerte de los ruidos”. El cuerpo, los precedentes, la palabra, el subconsciente, la enfermedad, la casa, el “espejarse sumiso del doble”… La identidad es poliédrica, y Laia realiza una vivisección de cada pliegue, un recorrido en espiral a través del alma: cerebro, corazón y vientre, “escribir ha sido a veces el modo de expulsar lo que en el cuerpo hace madeja y crece”.
Hundimiento, tenia y bifurcación (poema “Tres caminos”), serán las direcciones del bisturí que despliegue la introspección hasta desnudarla en toda su crudeza: “la piel sin vuelta. La piel de un solo lado: el único que existe./ Si el rumor hace nido es superficie lo que encuentra. No hay, no habrá nunca más reversos. Lo que está fuera es ya albergue. Lo que está dentro es mapa girado. Cosido. Indescifrable”. Las dos partes del libro acontecen en el desgarro, “dentro del grito”. La primera, La mujer cíclica, ocurre en la subjetividad de un yo poético identificable con la autora; en la segunda, Las que abrieron la sombra, más breve y con omnipresencia de la autodestrucción y la locura, da voz a otras: Unica Zürn, Elizabeth Völger, Marina Tsvietáieva, Safo, Martine Broda, Pizarnik, los personajes Djuna Barnes y hasta Lucia Joyce (“mi padre nos mató a todos en sus libros”). El conjunto de las dos partes, es una coral de voces volcadas hacia sí mismas (o proyectadas en otras), en que cada poema es distinto al resto, consiguiendo, en cambio, una densa y brillante unidad.
“Y la columna una serpiente, y mis hombros poleas giratorias, y mis clavículas clavos, y el esternón coraza, y las costillas privación que gotea”, “el esqueleto del muriente que fuimos”, “volví a parir mi cuerpo. Era hermoso en su extraña mutilación”. La poesía de Laia es como una fotografía de Francesca Woodman, utiliza el propio cuerpo como objeto de reflexión, sumergiéndose en su animalidad (“imagino al animal: me acoge desde el reino de la enfermedad-memoria”, “cuando digo infancia mi cuerpo ya no tiembla, mis garras no se encogen”, “la correa animal/ que anida/ en este cuerpo/ grácil/ como un yugo”) y jugando constantemente con la escisión, la otredad y el espejo: “yo y yo y el reflejo”, “soy niña, dos niñas”, “bisagra de retorno”, “La/la risa/risa de/de dos/dos mujeres/mujeres juntas/juntas” y con un claustrofóbico hermetismo: “la voz que habla desde dentro de mí, me amolda al espacio, me tapia”, “pensando en una imagen como en una cripta”, “volver hacia atrás los ojos, invirtiéndolos, soplando a su través para dar con el nervio, el pespunte, la toma de contacto”. El cuerpo es forma de contacto con el mundo y receptor del sufrimiento y la censura: “van a sellar tu boca en el esófago./ Así, tan dentro, tan desplazada la violencia hacia un foco intangible: así te matarán”, “así te engañarás, creyéndote en paz su semejante, negando al cazador y al asesino”, “podrías ser tú el lenguaje que me expolia”, “el útero, dicen los hombres, el útero sostiene y embrolla”. La de Laia es una polifonía de voces de mujer, construidas en base a su propia genealogía y su propio cuerpo, sujeto deseante y de una sexualidad nada complaciente: “insinúa el tal vez del cuerpo deseado en la calle, aguardando con su herida dentro del paréntesis”, “amar esquinas, pespuntes innobles. Eso es mi amor”, “si pudiera morir ahora escogería la crueldad que me ofrecía tu cuerpo. Abono y médula. Diagrama de ángeles en grieta”, “ella era mi mano, mi apósito bronquial, la estructura del cráneo, el hígado y la orquídea flotante que brotaba algunas noches en mi lengua”. En un panorama que sigue siendo heternoramativo y androcéntrico, La mujer cíclica tiene un peso en su introspección (y en su extrospección) que va mucho más allá del yo representado, un posicionamiento que amplía los límites del siempre sesgado canon, conformando, con la inteligencia de multiplicidad de puntos de vista, un sólido retrato.
Deseo y tortura, enfermedad y amor, memoria e infancia, se mezclan con el territorio de lo doméstico, creando un ambiente de pesadilla con potentes y expresionistas imágenes. Siempre consciente de la importancia de la lengua como cincel, que es punto de encuentro entre interior y exterior, pero también como urdimbre y víscera de la memoria: “la poesía antes era una forma de nombrar el mundo, de reconstruir la presencia y el gesto con una escápula punzante./ Ahora, probablemente sea algo así como una entraña”, “es memoria lo que urdes cuando escribes”, “pienso por la boca, ahí donde se forman las palabras”, “el amor es el tacto, pero hay también un amor hecho de palabras”. En definitiva, La mujer cíclica es un poemario para saborear despacio, visceral, preciso y filosófico, de una agresiva belleza, con una constante y profunda consciencia del lenguaje, ese órgano de conocimiento del mundo (y de una misma).