Erika Martínez: palabras que hurgan roedoras
Por José de María Romero Barea
He leído y releído los poemas de la serie “Mujer agita los brazos o qué le ha hecho el feminismo a la poesía” de Erika Martínez (1979), como si la repetición, de alguna manera, fuera a disolver las delicadas líneas que la poeta jienense traza entre lo personal y lo político, lo singular y lo colectivo, lo privado y lo público, el cuerpo y la tierra. Estos poemas, que aparecen en el número dos de Años diez, revista de poesía (otoño, 2015), dirigida por los poetas Juan Carlos Reche y Abraham Gragera, y publicada semestralmente por la editorial granadina Cuadernos del Vigía, son kits de supervivencia.
Lo que no significa que la poeta sea una activista, sino una mujer que pretende decir la verdad a través de su cuerpo. “Se podría afirmar: yo soy mi cuerpo”, sostiene el poema “Abolirse”, mientras rompe tabúes, mientras demuestra que la bifurcación entre lucha y canción no supone, como sostiene la crítica literaria, el camino hacia el gran logro, sino un sendero peligroso que conduce al narcisismo, la abstracción y la negación: “¿Cuánto cuerpo tendría que perder para no ser yo?” Para concluir: “Cortarte las uñas te modifica existencialmente”.
En el poema “Mujer adentro”, el lenguaje es el camino hacia el futuro donde “una mujer hace puenting dentro del hombre sobre el que [está] escribiendo”. En “Estructuras familiares”, la vida sucede dentro de férreas construcciones (“una pareja que mira porno con animales mientras devora una fuente de palomitas”), que la gracia poética y la sorpresa pretenden revelar y destrozar. En “Yo quería ser una mujer trabajadora”, la poeta se enoja, y esa ira es fertilizante. Pero no es la polémica (“Me gustaba obedecer, así que estudié lo que me dijeron…”) sino la intensidad de la mirada (“me aparté de los niños para sonreír a los adultos”); no sólo el uso controlado de la dicción (“me convertí con treinta y cinco en una trabajadora mantenida … y seguí sonriendo, especialmente a mis empleadores”), sino la reinvención formal (“mis palabras … hurgaban roedoras en la basura”).
Los poemas de la autora de Color carne (2009) o El falso techo (2013), son entidades políticas explosivas, nunca trucos o juegos o vanos ejercicios de artesanía (aunque exquisitos). Tras haberlos leído (y releído), he comprendido que las y los poetas no estamos destinados a flotar sobre el mundo, sino a arder, junto al dolor, la soledad y la indignación del mundo. Los poemas de “Mujer agita los brazos…” nos recuerdan la belleza de lo que carece de atractivo; nos prometen ese parentesco que sólo concede la distancia. EM es una poeta que cree que lo personal, lo político y lo poético son inseparables, una escritora que llama a la inteligencia tanto como a las emociones, mientras obra ese raro milagro: te hace pensar con el corazón y sentir con la cabeza.