HANNIBAL: La perfección en un plasma
Por Octavi Franch
Hannibal es una pieza posmoderna imprescindible en la historia de la cultura en general y de la literatura audiovisual en particular.
Gracias a poder disfrutar cada día, intensivamente los fines de semana y festivos, de la televisión a la carta de Orange, durante un par de años he gozado hasta los cimientos de mi alma de la mejor serie de ficción de todos los tiempos: Hannibal. Como es lógico y natural, soy un fanático del Dr. Lecter y del universo creado por el exagente del FBI Thomas Harris. Descubrí, como casi todo el mundo, al personaje y su entorno a través de la excelente adaptación cinematográfica de Jonathan Demme El Silencio de los Corderos. Esa película provocó un antes y un después en los espectadores de thriller, ya que hasta entonces la frontera entre films de policías y ladrones y las de terror era demasiada ancha. A partir de ese momento, el género como tal se afianza, se da a conocer, se respeta, se acepta y genera que los grandes literatos del celuloide de los 90 vean, por fin, su talento y trabajo realizados y reconocidos. Dicho esto, inmediatamente después de salir de la sala, compré el texto original, El Silencio de los Inocentes, donde me di cuenta de que había mucha más chicha de la presentada en formato audiovisual. Al cabo de poco, me hice con la segunda novela de Harris y primera donde aparece el mito de Hannibal. Y entonces fui consciente de que la historia buena era ésta y no la otra. Vamos a ver, la trama de El Silencio de los Inocentes/Corderos es fantástica, sobre todo a la soberana interpretación de Ted Levine como Buffalo Bill. Pero es que el antagonista, y por lo tanto héroe aunque antihéroe según los ojos de Bryan Fuller, es verdaderamente y sin ninguna duda Will Graham. Aunque Edward Norton es un actor más que decente, sobre todo de malo, fue un Will Graham vulgar, anodino y previsible en la adaptación cinematográfica de El Dragón Rojo de Brett Ratner. Pero, otra vez, la espléndida y perfecta-perifrástica actuación del grandísimo, y nunca lo bastante valorado ni reconocido, Ralph Fiennes es lo que provoca que este film, y la historia en general, sea muchísimo mejor que su antecesora en la pantalla y continuación en la línea narrativa original de Harris. También la interpretación del monstruo visual Harvey Keitel como Jack Crawford (el mejor hasta la fecha, con diferencia) sumado a la excelente fotografía, dirección artística y atemporalidad cultísima de la realización ayudan a superar la megaoscarizada película de 1991. Claro que la semilla está en el arcángel de las letras con imágenes Michael Mann y su primera versión de la leyenda caníbal en Manhunter, como serie B pero con otro semidiós de la pantalla como William Petersen como Graham y al competente Brian Cox como el primer Hannibal encarnado de la historia.
Pero volvamos a la serie en serio. Ésta nace de la idea de coger lo mejor de El Dragón Rojo y darle un giro posmoderno innovador, transgresor, aturdidor y con la intención de romper absolutamente todo lo que se había dicho y hecho sobre el Dr. Lecter y coetáneos hasta la fecha. Porque en Hannibal todo es posible a través de la mezcla continua y perenne de todas sus subtramas y personajes del universo draconiano con tintes rojizos.
Las lecciones apabullantes de fotografía (James Hawkinson), dirección artística y edición merecen todos los premios existentes del sector y que esta serie sea de visionaje obligatorio en todas las clases técnicas tanto en las escuelas de cine como en las de televisión. Y lo digo tan convencido y radical porque, gracias a todo ello, es la única serie que me ha impedido levantarme del sofá y encima permanecer, todavía un rato más, en él después de los créditos finales, algo que sólo me ha ocurrido con contadísimas películas en mi larga vida como espectador.
En cuanto al metraje y el desarrollo de los episodios, aunque tienen la duración estándar de las series dramáticas y de acción, cada capítulo es como ver una tvmovie de calidad largometraje. Cada vez es volver a empezar, porque lo que has visto en el episodio anterior te dejó tan impactado que necesitas darle al reset de tu alma para poder enfrentarte a esa nueva entrega, en que ya sabes de antemano que sufrirás, que morirás, que resucitarás con cicatrices y que llorarás porque la perfección duele tanto que no puedes asimilar que exista.
Como casi siempre y por desgracia, la primera temporada de Hannibal es la buena. Su ramillete de asesinos en serie es insuperable y de cada uno se podría hacer una secuela. En cuanto a la segunda, el sufrimiento por Will Graham es muchísimas veces insoportable e insufrible, pero él no se merece por lo que está pasando, así que hay que acompañarle en el calvario, porque además está completamente solo, sólo con el amor de sus hijos adoptados peludos de cuatro patas; solo como el espectador que cuando le da al play ya sabe que nadie podrá salvarle ni consolarle. Todo esto es posible porque a alguien (supongo que al propio Fuller) se le ocurrió la insólita y brillante idea de escoger al desconocido Hugh Dancy para interpretar a Graham, lo que resultó la mejor opción para poder desarrollar esa versión y visión del agente del FBI especializado en perfiles de asesinos en serie. Nadie lo podría haber hecho mejor. Por lo que respecta a Mads Mikkelsen, a mí nunca me ha convencido ni como actor en general ni como carcasa de Lecter joven, pero queda claro desde la primera imagen que es el alterego ideal para ese Will Graham; ahí radica la gracia: la combinación entre ambos hace que el paradigma sea el mejor, es decir: sin Dancy no hay ese Lecter.
Pero aún nos quedaba el regalazo de la segunda parte de la tercera temporada, la cual creo que tenía que ser la cuarta pero, como ya sabía la productora que no se iba a poder ni filmar ni visualizar, hicieron tierra de por medio y acabaron de la mejor manera posible. Evidentemente, Richard Armitage interpreta, miméticamente, a Ralph Fiennes, no a Francis Dolarhyde. La redondez finita de la última escena del último capítulo de la última temporada (¿?) de Hannibal es el único resumen plausible a todo lo que, hasta entonces, habíamos sintetizado tanto a nivel físico como psíquico. Porque todos somos, de alguna manera, Graham y Lecter. El yin y el yan. El bien y el mal. Nuestra parte moderna y nuestro estigma cavernario. La sangre es vida y estamos vivos gracias a nuestra propia sangre.