Hiena: El infierno del crimen (2014), de Gerard Johnson
Por Miguel Martín Maestro.
¿Cuándo un funcionario público, un encargado de velar por los derechos de los demás, decide combatir el mal convirtiéndose en el mal en sí mismo? ¿Cuándo un juez decide venderse, cuándo un profesor abusar de sus alumnas, cuándo un policía corromperse? ¿Por dinero? Es posible. Esta misma semana un juez se dejaba entrevistar y reconocía públicamente que pensaba que todos somos corruptos y que sólo basta con que alguien acierte con el precio adecuado. Así dicho, poca confianza en sí mismo demuestra quien así piensa y quien todo lo reconduce a dinero y precio. Pero tampoco nos podemos hacer los ingenuos, dinero, poder y sexo, los motores de cualquier actividad, de cualquier economía, de cualquier reivindicación social, son los predominantes, así que por muy sólidas que sean las bases, en cualquier momento uno puede caer en la tentación o, directamente, combatir el crimen con el crimen.
Hay dos momentos especialmente notables en la película, mejor película de una de las secciones de Sitges 2014, cuando empieza y cuando termina, aunque quizás este final con fundido en negro pueda deberse a la imposibilidad de cerrar la historia de manera creíble y el director prefiera que cada uno se imagine su mejor final posible. La película, sin saber quién es cada personaje, se inicia con un escenario de aparente ocultación, como si las cuatro personas que vemos en penumbras, en luces indirectas, en plena noche, se prepararan para un baile de disfraces o para actuar simulando ser algo distinto de lo que son, para engañar a quien parece que va a recibir un castigo, con una estética que recuerda al Alex y sus drugos de La naranja mecánica tras tomar unas copas de ultramilk con moloco. En el fondo esa confusión entre identidad y vestimenta no es gratuita y hasta desubica al espectador comprobar la violencia de este grupo de personas que mezclan distintivos policiales con ropa de calle y que arrasan un local nocturno regentado por asiáticos para, a continuación, verles trabajando en su comisaría. Sí, porque Hiena es un relato criminal de los bajos fondos londinenses desde el punto de vista de la corrupción policial, de cómo atacar a unos grupos aliándose con otros y aprovechando los resquicios para obtener drogas, mujeres y dinero.
Michael y sus compañeros de la unidad antidroga son el prototipo del delincuente que no tiene especial conciencia de serlo. Asumiendo que no pueden acabar con el tráfico de drogas se convencen de que más vale tener buenas relaciones con algún clan para ir desarticulando a los contrarios y, de esta forma, mantener un índice de eficacia policial sobresaliente al tiempo que el clan afín copa el mercado y permite a estos agentes llevarse una parte del pastel. No hay conciencia alguna en estos policías que viven del crimen y contra el crimen, que sienten como una afrenta ser investigados por asuntos internos, que ponen en peligro a sus familias y amigos al asumir los mismos métodos de aquellos a los que tienen que combatir.
El reflejo que hace la película del mundo policial es devastador. Ni uno solo de los agentes en pantalla merecen la más mínima consideración ni respeto, son personas corruptas, profesional y moralmente, personas que para combatir un crimen cometen varios, que para perseguir al compañero corrupto no dudan en ocultar pruebas, manipularlas, engañar. Todo vale en una selva que se alimenta de carroña, como las hienas. ¿Qué llevo a Michael (Peter Ferdinando) de policía ejemplar, denunciante de compañeros corruptos, a policía execrable? No lo sabremos, probablemente la propia dinámica de las cosas, la ausencia de medios para combatir mafias poderosas, compartir muchas horas en un mundo sórdido de consumo de drogas y prostitución, el incautar cantidades ingentes de dinero que los criminales reponen al instante por un sueldo miserable, la imposibilidad de obtener chivatazos si no te ganas la confianza de algún grupo lo suficientemente poderoso como para que te ampare en caso de peligro… pero lo cierto es que estos policías terminarán cayendo en las redes que ellos mismos han ido tramando, se irán quedando con parte de las incautaciones, invertirán en operaciones de contrabando de droga como miembros sindicados de la red a la que protegen con la impunidad de no investigarlos y la violencia terminará revertiendo cuando aparezca en escena una mafia albanesa que solventa sus diferencias a golpe de machete.
No es una película redonda, no es una película extraordinaria, es una película de momentos que termina cayendo en el exceso de situaciones fuera de control, pero guarda un evidente valor en su estética y puesta en escena: el nerviosismo de la cámara, compatible con el permanente consumo de cocaína del protagonista, las constantes tomas desde la nuca del protagonista, como permanente amenaza a lo que te puede llegar de improviso desde tu retaguardia cuando la condición de policía ya no te sirve para protegerte, ni de los tuyos ni de las mafias ajenas, y esa iluminación oscura, tétrica, ambientes de esclavitud sexual y violencia gratuita para mantener fidelidades, remarcados por luces nunca clarificadoras, ambientes donde el humo ciega los ojos de todos los afectados. Por eso ese final, aparentemente interrumpido de manera fácil, tiene sentido ante una situación sin salida posible, morir o matar son las únicas opciones, ¿para qué filmarlas entonces?