En el corazón del mar
En el corazón del mar
Nathaniel Philbrick
Traducción de Jordi Beltrán
Seix Barral
Barcelona, 2015
413 páginas
Por Ricardo Martínez Llorca
En cierta ocasión, cada uno de nosotros ha hecho su particular viaje al infierno. Todos hemos sentido la máxima contaminación que supone el dolor, o al menos, hasta la fecha, hemos sentido un dolor tal que nos resulta impredecible pronosticar que existe uno mayor. Pero existe. Ninguno somos héroes homéricos para afrontar ese dolor, ese aguacero de hierro fundido directo al corazón y al bulbo raquídeo. Ante una situación angustiosa, los profesores de meditación oriental aconsejan imaginarse que uno es agua. De nada sirve el miedo, pero tampoco el orgullo. Lo que le saca a uno del apuro es sentirse agua frente al infierno que en ocasiones es una simple estupidez y en otras la crueldad.
Sin embargo, el infierno que viene del exterior puede tener su origen en el agua. De eso trata Moby Dick: de la dolorosa dominación que el hombre pretende imponer a la naturaleza, del infierno que puede surgir blanco de los más oscuro que es el agua. De eso trata, también, esta novela, En el corazón del mar. Que es un reencuentro con la fantástica literatura de juventud, pero con los componentes de la mejor literatura actual. Siguiendo esa estrategia que combina la hibridación del reportaje con la narración, En el corazón del mar es un poderoso relato de una aventura real. Si es que esta historia que comienza como una novela de iniciación y termina con la mayor infamia, puede encerrarse en un único género. La novela comienza con la descripción de una forma de vida épica, participando también del género histórico, con la descripción de la vida de los cazadores de ballenas de Nantucket. Y también de las mujeres que esperan, sobreviviendo a la dureza de la soledad.
En cuanto los protagonistas se embarcan en el navío Essex, comienza el conflicto novelado, en el que los segundos de a bordo deben enfrentarse a un capitán inexperto, pusilánime. Mientras tanto, Philbrick ejerce con habilidad una función docente, descubriéndonos los términos y la forma de actuar de aquellos hombres orgullosos. Y va incrustando aquí y allá los testimonios de dos de los supervivientes: el avezado segundo de a bordo y el muchacho de quince años que limpiaba la cubierta. Hasta que un descomunal cachalote destrozó el barco. A partir de ahí, el autor se centra en el horror de la supervivencia, en el mar desconocido, en el hambre, la sed y el canibalismo. No ahorra palabras para describir lo truculento de la situación. Ni cómo se ve afectada la psicología de quien vive en el infierno. Ni de las cicatrices que deja en ellos la brutalidad invencible. Philbirck crea la imagen exacta cuando habla de la leyenda de los cazadores de cachalotes, pero también cuando trata con la agonía. El lector es casi incapaz de abandonar el libro, porque no puede abandonar a los personajes a su suerte.
Pero es el propio autor el que resume en extenso lo que diferencia a esta epopeya de otras: “A diferencia, pongamos por caso, de sir Ernest Schackleton y sus hombres que se embarcaron en una aventura peligrosa y luego tuvieron la buena suerte de vivir una fantasía eduardiana de camaradería masculina y heroísmo, el capitán Pollard y su tripulación sencillamente trataban de ganarse la vida cuando el desastre se abatió sobre ellos encarnado en un cachalote de casi veintiséis metros. Después hicieron cuanto pudieron, cometiendo errores inevitables. Si bien los instintos del capitán Pollard eran buenos, no tenía la fuerza de carácter necesaria para imponer su voluntad a dos jóvenes oficiales. En vez de navegar hasta Tahití y evitar el peligro, emprendieron un viaje imposible y vagaron por el acuoso desierto del Pacífico hasta que murieron la mayoría de ellos. Al igual que la partida de Donner, los hombres del Essex hubieran podido evitar el desastre, pero eso no empequeñece la magnitud de sus sufrimientos, ni su valentía y su extraordinaria disciplina”.