Lo que escucha la lluvia
El testimonio como viaje
Lo que escucha la lluvia. Francisco Solano
Periférica. Cáceres, 2015
115 páginas. 15 euros
Por Ricardo Martínez Llorca
Las novelas río, esas inmensidades que comienzan en Proust y acaban, por el momento en el sueco Karl Ove Knausgård, enlazan la idea de esa absurda pretensión que mantenemos de pretender, de estar convencidos de seguir siendo la misma persona, por mucho que pasen los años. La hierba se ha vuelto roja cientos de veces, pero nuestra mirada mantiene la calidad poética que roza la desnudez, lo traslúcido o la fatigosa rémora de un sedimento de barro. Cientos de páginas son reflejo de una obsesión por la memoria que no cesa, a pesar de la cual las mutaciones no alteran el corazón que desgarrado de amor sigue latiendo. El polvo se posa sobre los anaqueles y las magdalenas saben a infancia. El reto es largo, como el arte, a pesar de que la vida siga siendo corta.
Sin embargo, Francisco Solano (La Aguilera, Burgos – 1952) escribe un libro de menos de cien folios en Times New Roman a espacio y medio, y consigue incluir en él toda esa referencia al polvo de la memoria. La prueba del ADN no es necesaria para recuperar científicamente una identidad, porque para eso está la literatura. Lo que escucha la lluvia podría catalogarse como literatura del yo, autoficción, autorretrato, reflexiones o como una combinación de géneros. Pero es básica y únicamente algo más importante que eso: es un testimonio. Lastrado por la muerte de un padre que no llegó a conocer lo suficiente como para que su imagen quede grabada en la memoria, Solano demuestra que incluso sin recuerdo existe el estigma. Como si fuéramos más olvido que memoria, o como si los instantes concretos que de vez en cuando evocáramos pudieran enviarse, sin ambages, al exilio. En el exilio también se encuentra su propio ser, ajeno al cuerpo que le encierra, un gesto de extrañeza que nos acompañará a todos hasta la fosa común. Porque ahí es donde pretende quedarse, donde es uno más.
Consciente de lo paradójico que es pretender pasar inadvertido al tiempo que se escribe sobre ello con intención de que el testimonio lo lean conocidos y extraños, Solano escribe con sobriedad y con una melodía que resuena como en las bóvedas de crucería, un desahogo contra la adversidad. Asiste a lo cotidiano como espectador, en tanto que el niño que hacía barquitos de corcho se halla ya en el estrato en que habitan los ángeles. Más que el éxito de una literatura psicoanalítica, Solano se entrega a la terapia transacional, esa en la que intentamos descubrir que parte de nosotros es hijo, adulto, padre. Como en toda terapia, la parálisis se produce. Una parálisis que se rompe como consecuencia de la relación de palabras que componen un hermoso texto, y no debido al movimiento físico. El hijo es el niño apartado que comprueba que su barco se hunde; el padre existe en un plano que no aparece en la novela y que debemos dar por supuesto como algo astral. En cuanto al adulto, yo soy el otro, nos indica, yo soy el que me acompaña, el que se extraña de la carcasa que es el cuerpo que no produce ni habla: “Al despertar, nada es menos imprevisible que el asombro de conservar la misma identidad”. Tal y como está organizada una frase tan meditada, asombro e imprevisible no parecen ser un oxímoron. Pero lo son. E incluso son algo más: son una aporía que es, a su vez, una paradoja, dada la facilidad con que nos reconocemos en ella. Otro tanto ocurre con sugerentes ideas como esa de confesar que somos o hemos sido “todo un programa, si bien se mira, que constituye el basamento sobre el que construir una elegía”. Pero no se trata de uno de esos libros dispuestos a confundirnos hasta la melancolía. Lo que escucha la lluvia tiene una cadencia de adagio, sí, pero ideas que ayudan a comprender que no es tan difícil justificar que la vida merece la pena: “Nadie se despide nunca, nada se pierde, llamamos pérdida a un vacío deslumbrante”.