Macarrones intervenidos
Por Ruben Villalba
Hacia las dos de la tarde, y en pleno día de Rastro, Lavapiés se prepara para una nueva sesión de arte in vivo. El barullo que transita, como cada domingo, las inmediaciones de la Plaza Cascorro ignora que justo a la vuelta de la esquina se oculta todo un escaparate de arte en estado puro. Una fábrica de arte vanguardista necesaria para una ciudad asfixiada por el coleccionismo como Madrid.
En el número 21 de la calle Juanelo, alojado en la planta baja del que puede ser un edificio cualquiera de Madrid, La Juan Gallery nos deleita hoy con el siguiente cartel:
“Hay artistas que intervienen espacios, cubos blancos, vacíos, espacios urbanos, bibliotecas o huertos ecológicos. ¿Y si vamos más allá? Intervenir personas: más en concreto SEÑORAS. Un reto complicado teniendo en cuenta que muchas señoras salen intervenidas de casa, que son obras de arte vivo sin saberlo. María Velasco es uno de estos casos y por eso ha cedido amablemente su cuerpo-mente al arte vivo en este último SEÑORAS INTERVENIDAS de 2015”.
Minutos previos al comienzo de la performance, Juan Gómez Alemán se dispone a descubrir el escaparate del local que hace apenas tres meses inauguró junto con De la Croix. El escaparate es una de las piezas clave del espacio. Es el toque de atención que activa la curiosidad del viandante. El imán que repele la indiferencia del espectador ante un aparente local de barrio.
Bajo la atenta mirada de los primeros viandantes, Alemán procede a preparar el escenario que dará cobijo a María Velasco. Un escenario sencillo, diáfano, en un espacio no muy amplio, hecho que invita aún más a la cercanía espectador-performer. Un sillón, unas sillas, un micrófono, un teclado y un maniquí de aspecto andrógino amenizan los primeros comentarios. “¿Qué coño es esto?”, se escucha. Unos suponen estar ante una suerte de teatro callejero, “de barrio”, como lo califican. Otros, en cambio, vacilan a la hora de elegir entre una tienda de ropa (interesante) o incluso una reunión de amigos “alternativos”. “Ahora cogen un local, lo convierten en teatro y dicen que hacen arte”, sentencia con aire indignado una chica que se detiene ante el escaparate. Ajena a lo que allí iba a procurarse, la vecina del primero se asoma picaresca a la ventana para percatarse de lo que ocurre en Juanelo. Se dispone sin tapujos a preguntarme desde arriba la hora y acto seguido cierra la ventana.
Empiezan a llegar los primeros asistentes. La performer hace entrada en el local y comienza a prepararse. Su estrambótica peluca rosa, sus altos tacones y su chaqueta futurista no pasan desapercibidos para los viandantes. “¡Mira, se parece a Maléfica!”, grita eufórica una cría desde la calle. “Para nada, es claramente Lady Gaga”, le replica convencida la acompañante.
Dentro suena la música. Arranca la performance. Velasco se sienta en el centro del escenario. Un primer interviniente se dispone a descalzarle un pie. Comienza a masajearlo. Termina succionándolo. La acción se acelera. El interviniente acaba cabalgando sobre la pierna de la performer. Lo que está aconteciendo merece la atención de dos vecinos. Aunque se muestran ligeramente indignados, no dejan de torcer el cuello hacia La Juan Gallery, en medio de una ardua lucha entre seguir caminando o volver frente a la cristalera del número 21.
La performance continúa en el interior. El interviniente agarra cubitos de hielo y procede a deslizarlos sobre la performer. Toma como punto de partida su muñeca, pasando luego por su brazo y abdomen, hasta concluir con el roce sobre la ropa que cubre la parte genital de la artista. La escena es atentamente observada desde el exterior por dos transeúntes que esbozan una sonrisa pícara y bribona. Evidentemente les está atrayendo el matiz erótico, para ellos, de la escena. Me observan. No vacilan en preguntarme sobre lo que ocurre dentro. Lanzo también una risa burlona. Por un momento me siento identificado con ellos. Decido no contestar. Dejo que jueguen con la imaginación. Eso, para mí, forma parte del juego performativo. Se marchan.
Los más curiosos, los que se empeñan en despejar la incógnita de aquella x, se acercan cada vez más a la cristalera. Su instinto de voyeur les puede. Son invitados a pasar dentro. Asisten a un escenario ocupado por una Velasco ahora ataviada con peluca verde fluorescente. Solitaria, observa al público. Una segunda interviniente se acerca. Sostiene una barra de labios color rojo pasión. Pinta los labios de la performer y dibuja un corazón en su mejilla. El rojo pasión me retrotrae casi por acto reflejo al rojo almodóvar. Me traslado exactamente a Conversaciones con Pedro Almodóvar, donde el director afirma que en la cultura china el rojo es el color de los condenados a muerte, lo que lo convierte en un color especialmente humano, pues en ese sentido todos estamos condenados a morir. Interesante apunte el del manchego e interesante acto el que venía de acaecer: la interviniente había condenado inadvertidamente a muerte a la performer. Algunos de los que habían sido invitados a presenciar la performance abandonan el local. Unos salen admirados. Otros, en cambio, totalmente descolocados, con un “¡ay, dios mío!” en la boca.
Velasco lleva ahora una corona plateada y parece sujetar un delgado ramo de claveles marchitados. Calzada de nuevo, mientras permanece sentada, es portada en su silla hasta la calle. Comienza un cara a cara con el espectador de a pie. Sentada en el centro de la vía, la performer es alimentada por otro interviniente. La escena despierta aún más la curiosidad entre los que pasan, aunque no lo suficiente como para arrancar de alguno de ellos una intervención directa. Cumplen a la perfección su papel de voyeurs. Arriba, desde la ventana del primero, la vecina está siendo testigo directo del suceso. Disfruta de una panorámica envidiable. “¡Uy, qué guapa!”, asaeta desde su palco. “No te preocupes, chica, ahora te bajo unos macarrones a la portuguesa muy ricos que he cocinado”, apostilla la señora haciendo un uso magistral de la improvisación más cómica jamás contada. Nos declaramos, al instante, fanáticos de la señora, dígase la nueva interviniente, la improvisada protagonista.
Velasco regresa al interior del local. Mientras se ensalza en un animado baile con Alemán, la vecina saetera irrumpe en la escena. Entre aplausos, la señora deja orgullosa su cacerola de macarrones a la portuguesa encima de la mesa del local. La cacerola es situada en el centro de la misma, desde la que Alemán y el primer interviniente dan de comer a la performer. María Velasco, recién intervenida y convertida ya en la mismísima María La Portuguesa, acababa de alcanzar el clímax performativo.
Con la misma cuchara, la performer comienza a dar de comer a los allí presentes. Desde el exterior, aún permanezco atento a las reacciones de los viandantes. Por un momento, la performer me mira. Había permanecido ya demasiado tiempo detrás del cristal llamando su atención como para pasar inadvertido ante ella. Decidida, sale a la calle en mi búsqueda. Me invita a entrar, mientras yo me muestro tímido. Accedo. Permanezco en la entrada. Ella se dirige hacia la cacerola de macarrones. Coge una cuchara. Viene hacia a mí dispuesta a dármela mientras me sostiene maternalmente el rostro.
La performance concluye. Velasco, Alemán y el resto de los presentes, entre ellos De la Croix, me invitan a conversar y a seguir participando en lo que Velasco describe como una auténtica comunión profana de lo más cómica. Accedo. Les interesa conocer las reacciones de los viandantes. Se las traslado. Nos reímos. Debatimos durante un rato. Alemán, preguntado por el mensaje performativo, finiquita: “Hago pensar a la gente. Les obligo a colocar en sus mentes lo que desconocen”.
Dispuesto a abandonar La Juan Gallery, me despido satisfecho. Intervenido. Una vez dejo atrás la calle Juanelo dirección Plaza Cascorro, no tardo en darme cuenta de que aquello no había sido Señoras intervenidas sino periodista intervenido. O mejor dicho, macarrones intervenidos.
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