Trivialidades de Alfredo Alcain
Por Rubén Cervantes
Es difícil imaginar a Alfredo Alcain (Madrid, 1936) dejando de pintar una vez que ha empezado un cuadro. Sus obras tienen la unidad de las cosas hechas de una sola vez, con la concentración abstraída de quien disfruta mucho con lo que está haciendo. Desconozco si Alcain pinta sus cuadros de corrido; no me atrevería a afirmarlo. Cuanto más sabe uno de historia del arte, más desconfía de las apariencias: no pocas veces, lo más sencillo es lo más complejo.
Hay también una delicadeza infantil en sus cuadros, la delicadeza del niño que empieza a desarrollar sus facultades artísticas y se esfuerza en trazar cada línea con máxima precisión, hendiendo con tanta fuerza el lápiz sobre el papel que después éste queda combado. El gran mérito de Alcain, claro, es que está lejos de ser un niño de talento incipiente y que la apariencia de sencillez de sus cuadros es simplemente eso, una apariencia. Ya sus pinturas de fachadas y escaparates de los años 70 demostraban que era un pintor de indudable solvencia técnica.
Los cuadros de Alcain ahora expuestos en la galería Fernández Braso, realizados entre los años 2012 y 2015, se prestan fácilmente a la digestión rápida que ofrecen las reproducciones en las revistas de arte, por no hablar del catálogo infinito de internet, con su irresistible y mentirosa disponibilidad. La mayoría de estos cuadros son pura línea y color, bellas decoraciones compuestas de formas bien definidas, articuladas sin seguir un orden claramente visible. El origen de esta simplificación formal se encuentra, según el propio Alcain, en sus bodegones de finales del siglo pasado. Progresivamente, las frutas y los fruteros de aquellas obras fueron quedándose literalmente en los huesos. Entre la figuración reducida a su máxima expresión y la ausencia total de ésta había sólo un paso, y el resultado son las abstracciones tan sugerentes de hoy.
Aquellos bodegones perviven de alguna forma, sin embargo, en la reciente serie de cuadros de Alcain titulada Cositas de la vida. No son bodegones en el sentido habitual del término. No se trata de composiciones de frutas y botellas sobre una mesa sino de constelaciones formadas por diminutos objetos y símbolos cotidianos. Según como quiera mirarse, estos cuadros pueden leerse de manera pública o privada. Por un lado, podemos interpretarlos como catálogos de lo cotidiano, un futuro documento histórico de la vida doméstica y simbólica de la edad contemporánea, como las naturalezas muertas holandesas del siglo XVII. Por otro, queda la lectura estrictamente personal; un íntimo idioma de jeroglíficos al estilo de Joaquín Torres-García.
Con qué concentrada delicadeza están hechas estas obras de Alfredo Alcain, figurativas o no. En sus líneas rectas queda la huella del levísimo temblor de la mano que las trazó sin regla. Sus cuadros encontrarían incómoda la etiqueta de “abstracción geométrica” porque sus combinaciones de formas y colores parecen ejercicios de una intuición que descansa no en normas cromáticas sino en la más elemental sensibilidad estética. Cualquier posible teoría detrás de estas pinturas parece desarrollarse en el acto mismo de pintar, en esa frontera inconcreta pero real entre la consciencia y el instinto.
Sus composiciones como de vidriera son auténticos trencadís, pero cualquiera que las mire de cerca puede ver que no han sido hechas a la ligera. Es tan sutil la inteligencia que subyace en estos cuadros que corre el riesgo casi seguro de pasar desapercibida a primera vista. La inteligencia de Alcain no es la del teórico sino la del artesano, y la depuración formal que le ha llevado a abandonar la figuración casi por completo es sin duda un proceso al que uno llega por medio del trabajo. Quizá la comparación infantil a la que aludía más arriba no sea la más adecuada. Más que a la infancia, los cuadros de Alfredo Alcain remiten a una época anterior a las Bellas Artes y a las academias. Como un maestro artesano, la suya es la sabiduría artística que se fragua con la vocación y la experiencia.
Sus mosaicos pintados retienen la mirada, desafían la atención limitada a la que estamos predispuestos. Cuando a uno lo asaltan tantos estímulos visuales a lo largo del día, parece mentira que imágenes tan poco pretenciosas como estas puedan reclamar una mirada detenida. Hay algo casi heroico en ello. Quizá se deba a que Alcain posee la rara habilidad de cargar de sentido lo trivial. Lo banal y lo ya muy visto se vuelven icónicos en la acumulación sin jerarquías de sus cositas de la vida. Un coche, una guitarra, un caballo, una sierra, letras del abecedario, un pájaro, un revólver, un sombrero: lo más nimio merece de pronto nuestra atención porque alguien lo ha arrancado de la vida y lo ha aislado para que lo miremos. Lo trivial se vuelve significativo.
Volver importante lo pequeño: podría trazarse una línea histórica a partir de este propósito artístico que tendría como hitos a Chardin, Juan Gris y Morandi. A Alcain, sin embargo, lo situaría en una estirpe que corre paralela a ésta pero que se recrea más, no sin humor, en la propia trivialidad del motivo. La manera que tiene Alcain de dignificar lo común y lo popular es la de los modernos cuadros de historia de Rauschenberg, la de los collages superpoblados de Hannah Höch, la de los objetos inútiles de Oldenburg y, también, la de la cotidianidad vuelta arte de las canciones de Ray Davies.
Alfredo Alcain. Obra 2012-2015. Galería Fernández Braso. Villanueva, 30. Madrid. Hasta el 31 de diciembre.
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