Una vuelta al Tercer Mundo
Una vuelta al Tercer Mundo. Juan Pablo Meneses
Debate. Barcelona, 2015. 215 páginas
¿Es la inocencia o es el hambre lo que separa a los ricos de los países del Tercer Mundo? Si el hombre fue feliz mientras su carne era yerba, si la felicidad se truncó el día que cambió las nueces por la cecina o el conejo a la brasa, existe una mirada colonial, con el gesto algo estúpido de la caridad, de los habitantes de los países desarrollados hacia los pobres. Y es así como estamos convencidos de reconocer el orgullo de la pobreza, cuando, tal vez, lo que estamos observando son expresiones de orgullo herido. Es posible que esa dificultad para distinguir la versión del orgullo, que a su vez confundimos con dignidad, sea lo que unifique la identidad global tercermundista. Al menos para quienes no padecemos hambre, quienes conseguimos no superar las catorce horas seguidas sin echarnos algo a la boca.
De este cariz parecen ser las conclusiones que uno extrae de la lectura de Una vuelta al Tercer Mundo, excelentemente escrita por el periodista chileno Juan Pablo Meneses (1969). Y sostenemos que son conclusiones nuestras porque Meneses, finalmente, solo aclara una duda: que cada viaje nos aleja un poco más del resto.
En este recorrido, Meneses nos lleva en primer lugar a Italia para atender a la investidura del primer Papa latinoamericano. En este capítulo, sigue reflejando la pervivencia de un sentimiento latinoamericano de país único. No importan las fronteras interiores, Latinoamérica es una única nación, y sabe que no es de las poderosas. Esa utopía sirve para conservar el derecho a la ilusión, privilegio de los ofendidos. A continuación viajamos a Brasil, a la ciudad donde se asentó Mengele y en la que la metáfora de la sobrepoblación queda expresada en la enorme presencia de hermanos gemelos. Aquí ya comienza a aparecer la palabra que imperará constantemente, incansablemente: crisis, crisis, crisis. Pero en realidad llamamos crisis a lo que es una guerra. De Brasil saltamos a Dakar, que ya no es Dakar desde que el más famoso rally, una de las grandes aventuras, abandonó esta ciudad como meta para largarse a Sudamérica. Ahí radica la identificación de la derrota, en que sobre algo que los países ricos inventaron se cimentó una identidad, que hasta los propios habitantes de Dakar llegaron a creerse.
En Addis Abeba se revisa el fenómeno del capital humano. Meneses se aloja en hoteles de lujo para demostrar que la conciencia social, con la que nos educaron, no es la misma que la conciencia sentimental. Meneses sabe que está ejecutando un acto casi grosero, irónico, intencionadamente provocador. Frente a él, transcurre como en el cine el orgullo del hambriento. Pero también existe la muerte, la muerte estúpida, como las que tienen lugar a diario en la frontera entre la India y Pakistán. Aquí Meneses nos ofrece la estampa de una sobreactuación con muertos reales, a la que asisten los espectadores como si vivieran un partido de fútbol, sentados en gradas enfrentadas, chillando.
De su paso por Kuala Lumpur destila la pobreza kitsch de la ciudad. Se trata de una ciberurbe tercermundista, llena de chatarra tecnológica y lucecitas. Los detalles que simulan bienestar, evolución, prestigio, son tan pródigos que no dejan de dar la impresión de fracaso para salir del pantano de la miseria. Sin salir de Asia, busca ese lugar donde poder disparar cinco balas de un AK-47 en las proximidades de Ho Chi Min, como si se tratara de un miembro del vietcong. Se trata de un capítulo colmado de datos bélicos, porque la guerra es un horror del que no puede desprenderse el Tercer Mundo. Tampoco de cierta idea de revolución romántica, cuyo epítome es Chiapas, la revuelta encabezada por el Subcomandante Marcos, de la que sobreviven flecos. Flecos cuya representación viene dada por los voluntarios que se acercan al sur de México para arrimar el hombro.
El último tramo del recorrido de periodismo portátil que practica Meneses tiene lugar en Sudamérica. Primera parada en la ciudad de El Alto, próxima a La Paz, para conocer a las guerreras de lucha libre con su atuendo del altiplano. Allí tropieza con unos turistas que asisten a esa representación de la lucha y se cuestiona en qué consiste el turismo de pobreza; los turistas dejan dinero para ver algo que ellos catalogan como pintoresco, y eso no deja de ser otra grosería. Luego, en Chile, Meneses acompaña a uno de los 33 mineros que sobrevivieron meses enterrados y que ejerce, cuando puede, de guía turístico. Y mientras tanto, en su memoria revive una y otra vez el caos, el infierno. Pero los mineros no dejan de ser otra figura mítica que representa al Tercer Mundo, a la pobreza. Son, en buena medida y a su pesar, leyenda. Finalmente, Meneses doblará el Cabo de Hornos a bordo de un buque ucraniano, otro país pobre. Hasta el punto de que el buque admite pasajeros para sufragar los gastos de una expedición que transformará a la tripulación en marinos con todos los galones.
A todo esto, en cada parada Meneses se pregunta si existe un pensamiento global tercermundista. Y lo más cerca que está de consignarlo es en esta frase: “De los cincuenta basureros más grandes del mundo, dieciocho están en África, diecisiete en Asia y trece en América Latina y el Caribe”. Y, sin embargo, nadie produce más basura que el Primer Mundo.
Si echamos la mirada al llamado «Tercer Mundo», además de lo expuesto por Meneses, podremos encontrar que existe un factor común que no debe dejarse pasar por alto si se habla del HAMBRE de los pueblos.
Esto no es más que la manifestación de un deterioro sustentado en la deficiente EDUCACIÓN. No me refiero solo a los buenos modales, sino a los medios que un pueblo debe alcanzar para la subsistencia y el desarrollo de su sociedad, sin que deba depender de caudillos ni profetas que dominen el poder del discurso populista para generar mano de obra barata.
Por eso, en el llamado «Tercer Mundo», aun en países ricos, se privilegia la «pobreza digna» sin comprender que es la carencia educacional la que pudre toda identidad nacional.
Sin la capacidad de discernir, se alienta el reclamo estúpido a los países desarrollados, responsabilizándolos de su propios males, sin comprender que, como decimos en Argentina, la culpa no es del chancho, sino del que les da de comer.
Muchos países latinoamericanos han perdido identidad por el deterioro de la EDUCACIÓN que hoy los lleva a mezclar a la Virgen María con la Pacha Mama y al profeta con el caudillo de turno, que haciendo uso y abuso de la corrupción a su favor y el de sus compinches, consigue que los pueblos, desde la ignorancia, los vitoree con admiración, y hasta se envalentonen empuñando armas para imponer la fuerza de las ideas que no pueden lograr por medio de la razón.
Por eso, el paso de los años solo puede dejar dos cosas, sabiduría o decadencia. La educación acorta los tiempos de las acciones equivocadas. Latinoamérica aún vive la etapa de la adolescencia rebelde, como la de un imberbe sin más educación que el ejercicio de la prepotencia y la victimización.