Carpas para la Wehrmacht
Por Ricardo Martínez Llorca
Ota Pavel
Traducción de Kepa Uharte
Sajalín
Barcelona, 2015
125 páginas
He aquí uno de esos libros que Borges no dudaría en calificar como un libro feliz. Carpas para la Wehrmacht no es un alarde literario, no es una congestión de fórmulas sintácticas ni nada por el estilo. Puede que ni siquiera sea un prodigio de la imaginación. Pero es un libro que contiene algo mucho más sagrado. Este libro de relatos es toda una liturgia de la memoria. Es un antidepresivo, un homenaje, una forma de festejar los pequeños acontecimientos. Porque es más importante una minúscula alegría a diario que una gran alegría cada tres meses. Es un libro fraternal. De hecho, Ota Pavel confesaba que cada vez que se sentaba a escribir, volvía a ser el niño protegido por su padre. Pues de su padre trata este hermoso libro de relatos. Un texto autobiográfico en el que el protagonista es un hombre con las debilidades y la ternura a flor de vida. Un padre que mientras pudo, demostró que se puede ser un superviviente con una sonrisa, un vendedor nato, hasta de los instrumentos más extravagantes; un comunista, porque considera que el comunismo es la forma política que más se adapta a la solidaridad, porque lo importante es la amistad por encima del dinero; un tipo con la bicicleta oxidada; y, sobre todo, un hombre libre, con toda la inocencia que ello implica. Y la inocencia es un valor literario.
La infancia, la época que relata Ota Pavel, es el tiempo de la creación del universo. Y Pavel se las arregla para que todos seamos él, el hermano pequeño de una familia mitad judía, mitad católica, porque ha convivido con ese padre que a todos nos hubiera gustado tener: «Mi padre entendía ya entonces que algún día yo podría ver los bulevares de París y los rascacielos de Nueva York, pero que nunca volvería a pasar semanas en una cabaña donde el horno huele a pan y se bate la mantequilla». Una cosa es el conocimiento y otra la vida, parece decir. Y esta sensación adolece de verdad al saberla inscrita en la peor época de la parte de la humanidad que vive en Europa: se trata de una familia checa por la que atraviesa, como una flecha, la Segunda Guerra Mundial. Y en esa época el narrador dejará de ser un niño para pasar a ser lo otro, intentando no ceder a la hora de ser persona.
Los relatos siguen cierto orden cronológico. Comienza presentándose a ese padre idílico, justo y algo gamberro. Luego le conocemos como vendedor ambulante; como alguien que tiene un amor platónico; como quien sabe tratar con los artistas, pero a quienes los aristócratas nunca permitirán entrar en su reino, porque come el pollo con las manos. Más tarde conoceremos a las otras personas que le irán acompañando, otros adultos como el vagabundo o el cazador furtivo. Y al mismo tiempo no cesan de desfilar animales por las páginas, cada uno con su valor simbólico: corzos, carpas, conejos, perros, cerdos… Hasta que en el relato que da título al libro, se nos revela cómo el padre conoce el miedo, se siente intimidado. Pero eso no evita que ponga toda su alma en éxitos furtivos, como la venta de un nuevo modelo de tira atrapamoscas. Aunque es la masacre contra su gente la que le enseñará el desconsuelo, algo totalmente imprevisto en una persona tan llena de vida. De tal manera que, finalmente, opta, como nos gustaría poder elegir a cualquiera de nosotros, por el descanso frente a un mundo sin sentimientos: «Mis padres vendieron la cabaña y se compraron una pequeña casa en Radotín, con un manzano que florecía sobre el tejado. Fue su última parada aquí en la tierra, y fue una parada feliz». Así comienza el último relato de un libro que deberíamos leer una y otra vez, cuando el cielo se nubla.