En el paraíso, de Peter Mathiessen
Por Ricardo Martínez Llorca.
En el paraíso
Peter Mathiessen
Traducción de Javier Calvo
Seix Barral
Barcelona, 2015
248 páginas
18,90 euros
Cárceles distintas
Si uno se siembra a sí mismo, se abona, se poda, se riega, se cuida de las plagas e indaga cualquier método de fertilización, descubrirá que cualquier sedante que le ocasiones sueños azules tendrá idéntico efecto placentero al de caminar por los valles inhóspitos de una gran cordillera. Es probable que el gran animal mágico aparezca antes en el primer que en el segundo caso, pero será con ocasión del paseo, duro y hermoso, cuando uno se dará cuenta de que prefiere llenar sus minutos de batallas de amor, aunque sean imaginarias, antes que colmar el cerebro de virtudes intelectuales que le ayuden a explicar cómo se pudrió la cosecha que conocemos como gente. Cada hombre, cada mujer, cada niño y cada anciano es un acto de amor; pero cuando se forman comunidades el suelo pierde los buenos nutrientes y termina por aparecer un mar de espigas tenebrosas. Sobre esos principios se asienta la literatura y la vida de Peter Mathiessen (Nueva York, 1927 – 2014).Incluida esta obra póstuma, esta novela, En el paraíso, que va siendo menos extraña y por tanto más humilde, a medida que uno avanza en su lectura.
Todo comienza con la reunión de un grupo ecuménico en los terrenos de un oxidado campo de concentración nazi. En ningún momento se explica quién es el responsable de la congregación, cuya finalidad tiene una suerte de retiro espiritual que no deja de ser un turismo encubierto o travestido. La paradoja de mezclar espiritualidad con Auswitchz da pie a un absurdo que permite a Mathiessen reflexionar con una libertad inaudita acerca del destino de la humanidad. Su narrador navega preguntándose por la verosimilitud de aquello que hemos sacralizado. Llega a cuestionarse la inocencia de todas las víctimas de los campos de exterminio. Incluso en un momento de tensión, alguien pone en boca de parte de la multitud la afirmación de que los judíos se están excediendo al mascar tanto los huesos podridos de sus viejos cadáveres.
“-¿Y para eso has venido hasta la puta Polonia? ¿Para oír silencio? Y un cuerno. Te crees que vas a oír voces perdidas, ¿verdad? Igual que los demás (…). Mira, ¿por qué no te unes a toda esa buena gente, profe? Da tu testimonio como un buen chico o haz lo que coño sea que creen que están haciendo”. Con esas frases tortura un personaje a Clement Olin, el protagonista, que viaja con la intención de investigar sobre un superviviente. Pero cerca ya del fin, se da cuenta de que prefiere llenar su tiempo con batallas de amor. Atrás quedan páginas en las que se cuestiona qué es lo que de verdad nos conmueve y cuánto hay de pose en la supuesta conmoción. Para ello, Mathiessen construye una polifonía en la que los distintos motivos para trasladarse al pasado chocan. Choca el budista con el católico, el judío con el palestino, el alemán con el otro alemán… Y todo esto bajo el pretexto, también, de estar siendo filmados para un supuesto documental. Pero a estas alturas, ¿se puede documentar más la Shoah? ¿Se puede documentar el mal y las distintas formas de afrontarlo, entre las que se incluye la huída? De ahí que Clement Olin, un tipo con muy poca confianza en sí mismo, solo sienta paz al caminar en solitario. Como le sucediera al autor mientras elaboraba su obra maestra, El leopardo de las nieves. Porque parece intuir la imposibilidad de sellar tanta vergüenza con más pequeñas vergüenzas, con los sofismas cínicos o las burlas con que se tratan.
Todo ello regado con las asociaciones bárbaras, tanto en la memoria como en los tropos, que un estilista de primer orden, bien traducido por Javier Calvo, se puede permitir: “las buenas intenciones se están erosionando igual que los hocicos de las gárgolas de piedra de las cúspides de las catedrales”. No sobra ni una palabra, todas pesan: erosión, hocico, gárgola, piedra, cúspide, catedral… Desgaste, olor, monstruo, inmóvil, tocando el cielo, religión. Metáfora de un exceso de realidad.