En defensa del público. Consideraciones a propósito de El diario de Próspero, de Pablo Bujalance
Por Miguel Ángel Jiménez Aguilar.
El diario de Próspero. Pablo Bujalance. Ediciones En Huida, 2015.
Pablo Bujalance es sin duda uno de los dramaturgos y críticos teatrales malagueños más importantes en la actualidad. Autor de títulos como Los inocentes (2014) o Los nigromantes (2015), recientemente ha publicado el ensayo El diario de Próspero en Ediciones En Huida, tras recibir el Premio del Teatro Andaluz a la Difusión de las Artes Escénicas, por la importante labor de reflexión y crítica que viene realizando en su blog homónimo desde 2013, que puede leerse en http://blogs.grupojoly.com/diario-de-prospero/.
En El diario de Próspero -nombre que toma del protagonista de la tragedia shakespeariana La tempestad y que, por su destierro y su dedicación a las ciencias ocultas, convierte en símbolo del teatro actual, por cuanto este, el teatro postmoderno, tiene de fenómeno marginal, ajeno a los cánones actuales de la cultura, caracterizada hoy fundamentalmente por la portabilidad y la digitalización-, el ensayista se muestra convencido de que el camino que le resta por recorrer al teatro de nuestros días debe partir de las consciencia de su marginalidad, para ir poco a poco adentrándose en el corazón mismo del espectador, de forma individualizada, con objeto de captar espectadores y no “público mayoritario”, el que acude al reclamo de una “estrategia comercial”, con lo que, a su juicio, “no puede considerarse público como tal” (2015: 23).
Vaya por delante que se trata de un texto de alta calidad retórica y gran calado intelectual, que no dejará indiferente a nadie; una reflexión sobre el teatro del siglo XXI, sugerente y comprometida. Y vaya por delante también, aludiendo al título que hemos dado a nuestro artículo, que en realidad el público no necesita defensa ninguna. Somos conscientes de ello. Ni es uno y mismo siempre, ni tiene culpa alguna de nada. Acude al teatro -como a otras manifestaciones artísticas y culturales- en función de múltiples factores, que no vamos a enumerar aquí. Ahora bien, aunque no es el único caso, en el ensayo se hace una crítica a ese público que, o bien es muy minoritario, o bien es multitudinario pero no el más deseado.
La primera objeción que habría que hacer al libro, entre las varias que recogemos a continuación, es la oscilante consideración que se hace del público, ya que en ocasiones es entendido como un ente homogéneo, el mismo en una ciudad que otra, mientras que en otras ocasiones parece que se alude exclusivamente al público local de Málaga. En este sentido, definir bien hacia quiénes apuntamos es una premisa fundamental: no es lo mismo hablar de la vida escénica en una ciudad determinada, que del teatro a nivel nacional. El comportamiento del público puede ser manifiestamente distinto en distintos lugar, incluso en diferentes momentos. Y sacar conclusiones generales a partir de experiencias concretas, de casos muy particulares, es a menudo igual de insuficiente.
Por otra parte, la comparación -y en este caso distinción- entre públicos de distintas temporadas nos provoca no pocos recelos, sobre todo si se está hablando de temporadas sucesivas. ¿O es acaso muy distinto el público de 2008 -año en el que descendió el número de asistentes- que el de 2007? ¿No es con bastante probabilidad el mismo, aunque sufriera cierta merma? ¿Está menos preparado el público de la segunda década del siglo XXI que el de década anterior? Creemos que no, como parece obvio.
De similar manera, mismos comportamientos -como el grito del anónimo: “¡Que cuelguen al autor!” tras la función- en diferentes épocas -nuestro añorado Siglo de Oro frente a nuestros días- son vistos con miradas divergentes -de querencia o reprobación-. Lo que resulta pintoresco, incluso gracioso, aplicado al pasado -el rechazo popular de un texto, por ejemplo-, es hoy para muchos motivo de desaprobación. La mirada atrás edulcorada se vuelve amarga hacia delante. Incluso agria. Dudoso honor les hacemos en este sentido, desde luego, a los asistentes ocasionales o habituales de los teatros. Sobre todo si les dedicamos duros comentarios y casi reprendemos su presencia.
Asimismo, el hecho de que el público pueda acudir o no al teatro por el reclamo de un artista, autor o compañía frecuentes en los medios de comunicación es, en efecto, una motivación relacionada con la moda, pero también un fenómeno que hemos aprendido y heredado, que en nada debe desalentarnos. Digamos que forma parte de nuestra cultura más arraigada, que no hace desmerecer ni a la fiesta teatral, ni a ese público que voluntariamente ha asistido a una representación determinada. Interesante sería, en este sentido, aprovechar la ocasión para captar a ese y a nuevos públicos hacia el teatro.
Además, tan peligroso puede llegar a ser negar que los agentes teatrales han visto mermada su capacidad de creación y éxito estos últimos años, como afirmar categóricamente que “el teatro ha muerto”, que “ha perdido toda posibilidad de influencia”, como afirma el crítico en el libro, de tal suerte que, a su juicio, señalar lo contrario es maquillar la realidad, “un ejercicio de tanatocosmética” (2015: 26). Y, en cierto modo, no le restamos razón, pero claro, quizás esté olvidando que la tragedia también necesita del maquillaje. Porque, sin duda, el optimismo y el pesimismo son dos actitudes -aun cuando más o menos justificadas por los datos y estadísticas, y corroboradas en el patio de butacas- subjetivas.
Peor aún, existe un grave peligro, a nuestro juicio: El argumento de la reducción del público puede ser empleado por los gestores culturales para aplicar una política errónea -y errática- que conduce a la desaparición del teatro de los propios teatros -como ha ocurrido en algún espacio escénico de Málaga, en el que han suprimido radicalmente de su programación el teatro destinado al público adulto, sin más, en supuesto nombre de la creación de nuevos públicos, como si estos, los nuevos públicos, solo pudieran ser infantiles-.
En fin, dado que, creemos, las posturas están claras -y quienes deseen pueden acudir siempre al texto de Pablo Bujalance, no dejen de leerlo, en el que encontrarán estas y otras muchas claves para la interpretación de lo que está ocurriendo hoy día en nuestras salas de teatro-, concluiremos afirmando que, para nosotros, el teatro debe ser una puerta -o ventana- abierta para todos los públicos -bienvenidos sean todos ustedes, señoras y señores-; que, también a nuestro juicio, las obras deben permitir siempre diferentes lecturas -análogas a los tres niveles que proponía Dámaso Alonso para la obra poética: el acercamiento del lector, el del crítico y el del científico-; que debemos dirigir nuestros esfuerzos hacia la creación de nuevos públicos de todas las edades, no solo niños, sino también adolescentes, jóvenes y adultos -creemos que no hay mayor adepto que el que sale de una representación convencido de corazón y pensamiento-; y, en fin, como recientemente ha proclamado la Plataforma Trabajadores Escénicos de Málaga TEMA, en el manifiesto de 4 de noviembre de 2015, que puede verse en https://docs.google.com/forms/d/1WU0Ja-gCDXjeEK43jLBAhLxLgSJc9D1YJNwyu9HPJZU/viewform?c=0&w=1, que se aligeren las cargas impositivas y se potencie el sector para que el teatro recupere, en efecto, su “influencia”.