Una valiente versión de Cabaret entre sonrisas y lágrimas
Por Mariano Velasco
El principal problema al que inevitablemente se enfrenta cada nuevo montaje del musical Cabaret —y al que no escapa esta última versión dirigida por Jaime Azpilicueta en el madrileño Teatro Rialto— es que, sí o sí, va a ser comparado con cualesquiera de los anteriores, que suman ya unos cuantos, a los que se añade la archiconocida adaptación cinematográfica dirigida por Bob Fosse y protagonizada por Lizza Minelli, la Sally Bowles por excelencia para el gran público. Emprendamos pues la difícil misión de reseñar esta versión protagonizada por Cristina Castaño, Edu Soto y Daniel Muriel tratando de evitar en lo posible las odiosas comparaciones.
Hablamos de un más que correcto montaje que se deja ver y entretiene, bien interpretado y excelentemente ambientado, que tal vez adolezca no obstante de cierta falta de espectacularidad en algunas de sus coreografías —a excepción de un magnífico Money, money— pero que, por encima de todo, es valiente a la hora de apostar, trazar y luego balancear las dos líneas argumentales que dan consistencia a su estructura dramática: la que se abre paso entre parpadeantes luces, ambiente decadente y cierta ingenuidad erótica en el interior del Kit Kat Klub, donde todo es goce y diversión, y la que, con pesimismo contenido, avanza por las calles del Berlín de los años 30, donde se fragua nada menos que una de las mayores barbaries —si no la mayor— de todo el siglo XX.
Azpilicueta parece haberle tomado cierto gusto a tal planteamiento doble, que ya llevó a buen término en su reciente versión del musical Sonrisas y lágrimas. Lo que allí eran tiernas e inocentes sonrisas de la familia Von Trapp entre los idílicos paisajes austríacos, aquí son contoneos y provocativos bailes de los chicos y las chicas del Kit Kat Klub rodeados de un ambiente burlesco y decadente.
Y lo que allí eran lágrimas, aquí lo siguen siendo.
El peso de ambas líneas argumentales hace que haya incluso momentos en los que la relación entre los protagonistas desciende a un segundo plano, especialmente en el caso de Daniel Muriel, serio en su faceta de actor pero sin la capacidad para defender su papel, a diferencia de Cristina Castaño, con el siempre valioso recurso de la voz. Algo en lo que esta última sí es sobresaliente.
Recurso este, el de la voz, al que se agarran también secundarios como Marta Ribera y Enrique R. del Portal para permanecer a la altura del doble argumento, magníficos ambos interpretando a esa otra pareja que representa su amor en un segundo plano pero que logra saltar incluso al primero cuando es necesario con sorprendente facilidad. Ambos protagonizan un curioso número (piña de por medio) que, pudiendo parecer a priori fuera de contexto, e incluso cursi, acaba funcionando a las mil maravillas como contrapunto dulce a la tragedia que se avecina, y de la que ellos serán los primeros y más directos objetivos.
Cristina Castaño crea una Sally Bowles muy particular, más sobresaliente como vocalista que como bailarina, faceta en la que parece mostrarse más insegura (diría que uno echa en falta la coreografía de las sillas del Mein Herr de la Minelli, pero habíamos prometido que no íbamos a comparar). En cambio, su número del tema central del musical, que funciona también como punto de unión de las dos líneas aparentemente paralelas que recorren toda la obra —lo que ocurre dentro del Klub y lo que se avecina en la calle— busca emocionar y lo consigue, sobre todo en su arrebato de rabia final, gracias a una impresionante ambientación en la que, más que predomina, apabulla el tono rojo sangre de vestido, fondo, maquillaje e iluminación.
El televisivo Edu Soto se enfrenta a ese personaje inclasificable que es el maestro de ceremonias (sin duda uno de los grandes aciertos de Cabaret, de todos los cabarets representados y por representar), y lo hace con gracia y aportando su toque personal, pero brilla especialmente cuando tiene margen —como ocurre al comienzo del segundo acto— para la improvisación. Protagoniza además un arranque muy vistoso y original presentándose a través de un obturador de cámara que invita al espectador a observar lo que ocurre dentro y, por un buen rato, olvidarse de lo de afuera.
Sobre el cierre de la obra, insistir en la valentía de Azpilicueta al apostar por una dramática y efectista, aunque también arriesgada, escena final. No obstante, y tratándose de un musical, habrá quien eche en falta un último número con el que salir del teatro con la explosión de la música, el baile y cierta alegría, si cabe, en el cuerpo. Para despedirse del cabaret con la sensación de que, como se nos prometió al principio, aquí las chicas son divinas, la orquesta es divina y, en definitiva, la vida sigue siendo divina.