La mirada jaguar (Interpelación y desobediencia)
Por Andrés Isaac Santana.
Existe una extraña coincidencia entre la obra, su nombre y la piel del jaguar. Coincidencia, quizás antojada, que resulta escalofriante o cuanto menos un tanto inquietante. A veces el azar tiene mucho que ver en el contexto de nuestras vidas y, sobre todo, en sus prefiguraciones metafóricas, en su acento de tango y también de bolero. Lo que hace que nadie se halle exento del peligro y la amenaza de sus emboscadas y de sus malabares. Sin saberlo, claro está, su nombre ya anunciaba lo que supondría un trayecto por los mundos de la iconografía y su uso desobediente, irreverente, orgiástico. Su nombre, insisto, fue el anuncio primero de esa irreverencia (mal)educada, de ese canibalismo predatorio, de esa postura reaccionaria ante la posibilidad de una sola -y única- lectura del signo.
Nahuel Tupac Losada, es su nombre. Un nombre (Nahuel) que señala su origen en la tribu de los mapuches o también denominados “araucanos” por los españoles en los tiempos falocéntricos y expansivos de la conquista. Y significa, según algunas traducciones, “jaguar”. Adviértase, de antemano, el amplio ramillete de implicaciones semiológicas que este vocablo soporta. El jaguar es símbolo de travestismo, de ocultación, de mímesis, de “camuflaje”, de astucia. El jaguar es ese gran felino que observa con sigilo, que se oculta entre la maleza haciendo alarde de paciencia para asestar el ataque mortal. Un felino, dentro de los de su tipo, que realiza un ataque limpio, quirúrgico, desafiante siempre. Lo mismo que realiza este artista respecto del mundo visual que le rodea, de su capital iconográfico. Un mundo que el advierte –cual felino al cabo- como presa, como alimento, como desafío constante.
Según los expertos en estas materias, la presencia de jaguares en un área determinada es un indicador de la salud del ecosistema, porque quiere decir que las poblaciones de sus presas -chanchos de monte, antas, venados, tatús- están bien; es decir que se mantiene y conserva el equilibrio. Lo que supone otra complicidad y un guiño, si se quiere sofisticado, dentro de esa sintomática relación que advertíamos al inicio. En efecto, la salud del ecosistema-visual debe mucho a ese ejercicio desestabilizador e interpelante que emprenden este tipo de artistas. Desobedecer y restituir el valor del icono en el ámbito de otras relaciones de sentido es, antes que nada, un modo de preservar su propio valor y rentabilidad; al tiempo que revela la convalecencia del discurso cultural contemporáneo en lo tocante a la gestión de la originalidad en tanto que valor agotado. La obra de Nahuel resulta un testimonio de la crisis del modelo moderno y certifica la defunción de esos ideales de vanguardia abducidos por la tiranía narcisista de la obra original y única. De ahí, en parte, que se declare (sin decirlo apenas) en un defensor de las estrategias discursivas de acento posmoderno y de la operatoria caníbal tan propia dentro de ese nuevo dominio.
No por gusto, y en el espacio tan promiscuo de Facebook, el joven crítico cubano Rubens Riol, comentaba que “definitivamente, el repertorio de obras de Nahuel es palimpséstico y de una altísima densidad cultural. Las referencias viven allí con la fuerza y la promiscuidad de una orgía. Nahuel simpatiza con todas las estrategias discursivas del arte posmoderno. Ama el reciclaje, el pastiche, la cita, el homenaje, la parodia, la ambigüedad, el juego. Apuesta además por un camino muy personal, susceptible de marcas y síntomas que desnudan su subjetividad”. A lo que yo añadiría su rabiosa capacidad relacional y aleatoria para hacer convivir en un mismo epicentro un ejército multitudinario de iconos que, al mezclarse en esa superposición delirante, advierten de una clara saturación de su horizonte hermenéutico.
Sin duda, Nahuel deviene en un avisado exégeta de su tiempo. Puede incluso que a un nivel del que él mismo no sea consciente. Su propuesta no supone solo, o no únicamente como podría pensarse, un acto de “apropiación” y “usurpación” del legado anterior; sino, y más importante que ello, entraña un claro gesto de “interpretación”. En la medida en que sus retablos, incómodos muchas veces, desvelan la silueta de un modelo cultural atravesado por el principio de la saturación y los recursos paliativos del reciclaje. Ellos se convierten –entonces- en una especie de resguardo, de certificado, de prueba testifical de su tiempo. La contemporaneidad ha desarrollado los síntomas de una metástasis irreversible en la que el original, la copia de éste y la puesta en escena de ambos, hacen reverberar cualquier noción de autoridad poniendo a prueba la configuración de su preciso repertorio de motivos y estilemas. Nahuel es consciente de esto por lo que se anticipa a la idea misma de que muchos consideren su producción como una aportación de obras concretas, según su sentido tradicional, para validarla, en su defecto, como narrativa ficcional de un estado, de un momento, de un sistema de cosas.
Pero volvamos una última vez al nombre, dado que sigo advirtiendo relaciones de sentido que se expresan en el cuerpo de su discurso de un modo sorprendente. Se dice que las personas regidas por este nombre suelen ser observadoras y muy perspicaces. De tal suerte, se expresan como hombres con fuertes contradicciones, pues son independientes, activos, autoritarios, oportunistas y extrovertidos; mientras que por otra parte se muestran trabajadores, tenaces, estables, dependientes e introvertidos, por lo que sus vidas será un continuo alternar de dichas tendencias. Y lo cierto es que entre esta interpretación del significado del nombre y la obra en sí, se abre un mar de coincidencias infinitas. De esa interpretación, reitero, resulta una elocuente singularidad: no se trata tanto de establecer un paralelo entre unos significados y otros; sino de señalar esos vértices en los que ellos se revelan en el contexto de una relación de concomitancia. El trabajo de Nahuel sustantiva la aprehensión de ciertos influjos convenientes que dejan ver un sentido más estratégico que exactamente mimético. Lo que corrobora la abstracción de su pensamiento y el gusto por la re-lectura y la re-semantización de toda imagen. En otro orden, esas fuertes contradicciones que se anuncian para las personalidades que viven bajo ese nombre, quedan refrendadas en la obra misma. Toda vez que esta es como un relato de amor y odio; de sujeción y de emancipación. No me asiste la menor duda al afirmar que en el acto de creación de estos retablos, de inobjetable perspectiva camp, Nahuel halla una profunda liberación de su ser: su yo más visceral e íntimo disfruta hasta la embriaguez con ese juego de asociaciones irreverentes que alimentan y ensalzan su espíritu contestatario. Cada pieza es, al cabo, un acto de confesión, de liberación, de afirmación.
De este modo, creo, queda relativizado ese axioma posmoderno que decreta una distancia entre obra y sujeto, contrario al ideal moderno que enalteció la relación arte y vida. La rapidez y la espontaneidad, lo mismo que la paciencia y la tenacidad a pruebas, con la que el artista interviene en los repertorios visuales liberando su instinto subversivo, se explica en el modo cómo vacía los sentidos originales en el empeño de asignar otras interpretaciones (y relaciones), pulsando su vértigo hacia la ironía y la contestación. Y lo hace con la gracia y la desfachatez de un polemista diplomático. Queda así suficientemente claro que el relativo irrespeto acerca del valor de la tradición no es tal. Muy por el contrario se descubre la prevalencia paralelamente del sarcasmo y la ironía junto a la admiración y el culto, quizás tardío. Un modo elocuente de restitución del valor; también de rentabilidad y de eficacia de los mismos.
Lo que me interesa señalar, por tanto, más que el conflicto en torno a la idoneidad o no de esta estrategia y de su presunto rebajamiento del aura, es la observación acerca de la polivalencia del icono y sus múltiples dimensiones semánticas. Esta operatoria de rebote, de reciclaje y re-admisión, es harto interesante porque en la medida que la fuente más se distancia y se manipula, el sentido de la intervención cultural se reserva, al menos en principio, más propensión a la libertad y a la transgresión. El uso y abuso de tales fuentes abastece un oasis de reformulaciones sistemáticas y estimula la fundación de nuevos (y a ratos opuestos) significados.
Al respecto, poco importa intentar advertir –según accidentes y pautas- el recorrido iconográfico que se despliega en su propuesta, pero sí satisface pensar en el orden de abstracción que reclama su infundada cartografía. Este nuevo mapa se revela insinuante, prolijo, girado hacia la saturación de sentidos, propenso a un carácter narrativo. Dado, en definitiva, a la especulación sin límites, al delirio de la yuxtaposición y el corte, al juego de la cópula y de la erótica de las aproximaciones. Nahuel gestiona pasajes escriturales, pulsando así la dimensión, podríamos decir cinematográfica, de su propuesta. De repente, la resultante es una suerte de guión que sirve de base al relato de una historia que está por contar: la historia que podrá escribirse cuando decaían las hegemonías y los vectores de “lo horizontal” se impongan como variante dialéctica a ese mundo articulado –en exclusiva- sobre la arquitectura del muro y las atalayas de la diferencia.
Es quizás por ello que la estrategia de Nahuel se me antoja deliciosa, por el modo cómo estigmatiza ciertas retóricas dominantes y cede terreno a otros modelos de convivencia del signo mucho más nobles, al menos en apariencia. De ahí que esa interrogación tozuda de la memoria cultural, que inserta en su raíz las nociones de emblema, representatividad, selección y modelo, revelan su aireada apatía respecto de toda autoridad o sentido trascendente (e inmaculado) de la imagen en su horizonte de realización. Ese espacio textual de la autoridad, reactivo en mucho a las directrices de lo travesti y de lo barroco, recibe la visita de la apropiación y la parodia como paliativos terapéuticos a su desenvolvimiento excluyente. Puede que justo por esto, sus intervenciones y relecturas estimulan la desobediencia en lugar de rendirse frente a la pasividad del émulo. El arrebato y la locura son tanto o más excitantes que la erección en el cuerpo del otro. La erección es evanescente, es fútil intento de afirmación y de permanencia; la locura es eterna: es un estado del alma, es la dosis mortal del espíritu libre.
Los términos “apropiación” e “ironía” poco sentido tienen si su alcance se reduce a una embestida de tintes miméticos, si su uso e interpretación se consagran solo en la cita menor e ingenua. La determinación de ese alcance, su real perspectiva de erosión, dependen, siempre, de la irreverencia que supone la maniobra desestabilizadora y de re-ajuste del significado manifiesto, ese que nos viene dado por herencia. Es entonces que Nahuel, sin vacilar en este preciso caso, delata un gusto por el apócrifo, el falseamiento y la sintomática manipulación de las fuentes, anunciado así otros posibles asideros de valor. Cuando al deambular por muy otras calles de la apropiación y el ensayo cimarrón, entiende que la imagen se convierte en escenario de nuevas admisiones y dispensaciones de sentidos.
Hace relativamente poco tuve la suerte de pasar casi cinco horas visionando el trabajo de este artista hispano-argentino, residente en Madrid. Y, luego de tal ejercicio de escrutinio y de privilegio (también de espionaje), no puedo más que reconocer su audacia y su descaro. El trabajo de Nahuel es una suerte de “palimpsesto obsesivo” que recupera para sí todo tipo de referencia visual en un cruce bastante antojadizo, irreverente y hasta obsceno en el campo de una nueva escenificación simbólica con profundas implicaciones semióticas y culturológicas. Se trata de una gran orgía iconográfica cuya motivación fundamental no respalda esa vertiente del canibalismo posmoderno tan al uso; sino que por el contrario despliega una adoración-reverencia por ese mismo legado visual frente al que este se coloca y ejerce su derecho a la replicación, a la usurpación y a la atribución de nuevos sentidos, sean estos narrativos, simbólicos o culturales. La propuesta de Nahuel sustantiva ese principio lúdico (y no por ello menos congruente a nivel conceptual), desde el que el icono entra a formar parte de una narrativa altisonante que no respeta las nociones básicas de convivencia. Muy distinto de ello, ensaya una gramática composicional fuera de toda regla y orden previsible y deseado, para fundar una especie de nueva escritura que linda entre la realidad y la ficción. La escenificación de toda esta parafernalia visual despliega una bipolaridad manifiesta en el trato directo con su objeto de “usurpación” y de “penetración”. De tal suerte propicia la regencia, en el epicentro mismo de su ciframiento hermético, de la ambigüedad y la ambivalencia como estrategias reactivas frente un rancio modelo de razón instrumental, tan absurdo como agotado en sí mismo.
Refiriéndose a su trabajo, al interés principal que lo motiva y al núcleo (estructural, conceptual y narrativo) desde el que se articula como propuesta discursiva, el artista señala «…de eso quiero hablar: de HOY. De un hoy que refrenda -en su lógica manoseada y narcisista- la fuerza y el valor del pasado. Un espacio específico sin el cual mi trabajo extraviaría mucho de su sentido. “Hoy”, esa ansiedad por el tiempo presente, es el opio de la cultura, se traduce en su vicio y en su adicción juvenil. “Hoy” es la promesa nihilista, de la apoteosis antes de la obliteración de mañana. Lo que hoy es relevante, mañana dejará de serlo, indefectiblemente. Sin remedio, sin significado, sin autoridad. De manera que si hoy me preguntan ¿qué es el NiNi Arte? esta es mi respuesta: NiNi Arte es un cierto “quién”, “cómo” y “cuándo”. La visualización de un cosmos tan verosímil como fantástico en un momento indiscutible: el ahora de un artista. Un artista acorralado en el umbral de la realidad y de la fantasía; lo que ocurrió y lo que ojala hubiera acontecido, y que tal vez pueda pasar (aún). NiNi Arte es, por tanto, una ilusión, un sortilegio, una alquimia, un reducto utópico, una complacencia estética (también política) que mira hacia un lugar: el ahora; la vida. Mira hacia mí mismo y mis circunstancias. Pero es, por encima de todo, la manifestación de un deseo, su confesión y búsqueda».
E insiste el arista en que «los trabajos que aquí presento son fruto de mi relación obsesiva con la cultura pop, la noción aceptada y expandida de canon artístico, el flujo constante de información de actualidad, y mi necesidad de concederles una forma semiológica propia, al menos una forma que yo entiendo ajena al razonamiento común. Trabajo con imágenes encontradas en internet, fotografías propias, y las herramientas de postproducción a mi alcance, que me permiten la fundación y especulación de realidades paralelas: especie de simulacros orquestados sobre la arquitectura de la ilusión. Celebrando de este modo esa sensibilidad posmoderna, tan gustosa de los re-ajustes de sentido y la perversa manera de re-leer, disentir, desautorizar y recuperar. Llamo a mis trabajos NiNi Arte en homenaje a la generación de jóvenes españoles injustamente definidos por el sintomático neologismo “Generación NiNi” (Ni estudian, Ni trabajan). Mis NiNis son, a su manera, crudos e indómitos, fruto del capricho; también beben del conocimiento adquirido y disfrutan de ser concebidos con herramientas tecnológicas avanzadas y democráticamente disponibles. Mi intención es establecer una complicidad entre obra, espectador y yo mismo que conduzca al placer estético, la conversación semiológica y el diálogo enfático, en el sentido de interpelación, de provocación y roce».
Llagado hasta aquí, una vez que ya hemos precisado, o insinuado lo suficiente, que suscribir el modelo mimético o bulímico de la estupidez, implica morir frente al dominio de los otros y aceptar nuestra condición de iguales, por tanto, y como respuesta a ese sórdido deseo que nos homologa y nos retiene en el aprendizaje convaleciente, no queda otra que asentir la mirada jaguar. Mirar desde la sospecha, desde la ironía; también, claro, desde el amor y desde la locura.
Buen clavo.