Desde que el mundo es mundo (2015), de Günter Schwaiger
Por Miguel Martín Maestro.
Desde que la vida es vida, el mundo es mundo.
A veces resulta hasta sorprendente que la sustancia de este país pueda atrapar a un artista extranjero como para hacer de España casi objeto exclusivo de su arte. Es lo que le ocurre a Günter Schwaiger, cuya carrera como documentalista ha retratado aspectos esenciales del “ser español” desde una aparente objetividad del extraño. El paraíso de Hafner sobre la complacencia en este país con la simbología nazi y el refugio dado a criminales de guerra alemanes tras la segunda guerra mundial (¿cómo no íbamos a proteger a los extranjeros si no hemos purgado a los propios?), Arena, alrededor del mundo de los toros, Ibiza Occident, sobre las “raves” en el “paraíso artificial” del mundo de la gente guapa y despreocupada, La maleta de Marta, sobre la tragedia de la violencia machista, y ahora Desde que el mundo es mundo, con el aparente retrato tranquilo del mundo rural, llamado a desaparecer, y con elevadas cargas de profundidad en su interior.
Schwaiger disecciona a través de la imagen y dejando hablar a sus personajes, a veces el silencio y el hieratismo de algunos, como fue el caso de Hafner, decía mucho más que todos sus discursos autocomplacientes, pero en esta última obra se habla y se habla mucho, se habla del fin de la agricultura, del abandono del campo, pero también de los pueblos, se habla de la guerra y de las consecuencias, se habla del franquismo, se habla del carácter de la gente del campo, de la forma de ser, de las frustraciones de la gente joven. Es un pueblo de la provincia de Burgos, al sur, cerca de la provincia de Soria, en plena zona de Ribera de Duero, Vadocondes, uno de tantos pueblos que han ido perdiendo población sin culpa de la actual crisis. El campo lleva en crisis desde mediados del siglo pasado por lo menos, la sociedad rural se ha transformado en sociedad urbana, la sociedad agrícola en sociedad de servicios. Hemos perdido la capacidad de alimentarnos por nosotros mismos, en una hecatombe sólo la gente de campo de verdad estaría en condiciones de sobrevivir alimentándose de lo que la naturaleza ofrece. A fuerza de cultivar la mente (algunos) y urbanizarnos, hemos perdido gran parte de nuestras condiciones animales naturales, fomentando el cerebro hemos descuidado los sentidos.
Como un cuento de las cuatro estaciones, el documental retrata un año en la vida, en este caso, de la familia de Gonzalo, un agricultor de los de siempre, lleno de la sabiduría de la vida que completa sobradamente la falta de formación académica, una de esas personas que se alimenta de lo que cultiva y de lo que cría, pero también de lo que encuentra sabiendo dónde buscar. El ciclo de la vida no tiene secretos para un hombre sabio a fuerza de experiencia, la matanza del cerdo es una tradición de la que una familia se alimenta durante un año hasta la renovación del año siguiente, ese es el inicio de la película, el procedimiento agotador e imparable desde que el animal es sacrificado hasta que todo él es despiezado y destinado a lo que se prefiere, a partir de esa matanza llegarán otras puntuales de pollos y gallinas, recoger las cosechas según la época del año, vigilar los cultivos, intentar cazar al jabalí que destroza el maíz, preparar la tierra, sembrar, cuidar, regar, cosechar. Ahora todo mecanizado, o casi, pero igualmente duro y sacrificado con la amenaza permanente de la mala cosecha, del frío tardío, de la lluvia inesperada. A Gonzalo le tranquiliza la existencia de un sueldo seguro todo los meses, el que trae su mujer como enfermera en Burgos, y el campo se transforma en un ingreso extra sujeto a muchas variantes, a años de ganancia y a otros de pérdida para los que has tenido que guardar en previsión.
Pero en la vida de los pueblos hay mucha monotonía, demasiada ancianidad, pocos atractivos para que la gente joven permanezca o arraigue, todo ha de buscarse en la capital o en provincias limítrofes, sino en Madrid. La “vida” sólo surge en verano, con la vuelta de los familiares de los que quedaron o aquellos que, sin poderse pagar otro tipo de vacaciones, acuden a la casa gratuita del pueblo. Es un espejismo de vida y juventud que dura lo que dura el verano, casi hasta que llega la cosecha de la uva y la producción del vino, el elixir necesario para soportar tanta dureza. Dice Gonzalo que a él no le ha afectado la crisis porque el campo siempre ha estado en crisis, pero no es del todo cierto, la crisis ha cerrado las pocas industrias de la zona, en un pueblo de 300 vecinos de los que 200 son jubilados hay más de 20 personas apuntadas en el paro, hasta el campo han llegado las multinacionales, que marcan los ritmos de producción y el tipo de producto, venden semillas bajo patente que impide su uso al año siguiente o, directamente, se usan híbridos que crecen pero no se reproducen. Monsanto y compañía acaban con lo natural, mientras, el agricultor que no entra en la rueda de la semilla transgénica y el fertilizante nocivo para la salud no puede competir.
Y en ese reflejo de la vida diaria ves la escasa probabilidad de que esos pueblos medio arruinados, con múltiples casas abandonadas, con poblaciones agonizantes, puedan revitalizarse, ves cómo el hijo mayor está atado a continuar la explotación paterna como Gonzalo se vio obligado a continuar la del abuelo. Su rebeldía fue arrancar las vides en su momento, ahora produce el mejor vino cosechero del pueblo tras replantar una parte, pero sus otros dos hijos ya piensan en irse, en buscar acomodo en la capital, estudiando carreras relacionadas con el campo pero marcando la distancia necesaria para abandonar ese mundo. Pero en ese discurrir en el que languidece un estilo de vida surgen momentos de enorme dignidad, de reivindicación social, de recuerdo acerca de alguna de las barbaridades sin castigo que marcaron la vida de muchas generaciones en éste y otros muchos pueblos de España. Gonzalo actuó desde la memoria histórica antes de que la memoria histórica se movilizara, con más tesón que conocimiento promovió la exhumación de los restos de un tío y otros vecinos asesinados del pueblo y la comarca en el verano de 1936 por el único delito de ser republicanos y de izquierdas. Son dos fogonazos en la historia de este año agrícola, pero dos fogonazos que revelan la enorme valentía y sensatez de una persona y de un grupo de familiares y vecinos, un grupo que ha colocado un monolito en un cementerio para recordar aquella barbarie. Desde que el mundo es mundo el hombre ha matado y asesinado por razones peregrinas, las más bajas y abyectas motivaciones han acabado en genocidios, en represiones masivas, en persecuciones. España no es una excepción, no lo puede ser dado nuestro carácter. Pero a veces hay personas que nos reconfortan, que nos hacen sentir bien y de las que piensas que si hubiera más hasta este mundo podría ser mejor.