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Regresión (2015), de Alejandro Amenábar

 

Por Jordi Campeny.

Regresion1A veces uno sale tan cabreado del cine que la misma mala leche puede cegarle la capacidad analítica. Puede que le haya quedado a uno algún cabo suelto, que haya alguna doble lectura que se le haya escapado; que el criterio de un espectador cualquiera no logre, en esta ocasión, estar a la altura de un director enorme de solvencia más que contrastada. Que no haya sabido mirar. Puede ser.

O puede ser, también, como uno se atrevería a asegurar, que el director Alejandro Amenábar nos haya ofrecido, esta vez, no sólo la peor película de toda su carrera –de lejos–, sino que, además, haya –prácticamente– aniquilado las señas de identidad que lo hacían grande: los dobles fondos, los recovecos, la profundidad psicológica, la capacidad para sorprender y noquear al espectador, el tratamiento humanista. Hasta hace tan sólo una película (Agora, 2009), en todas y cada una de las propuestas del director –gustaran más o menos– se adivinaba una mente privilegiada, la mano y el talento de un alumno aventajado, el pulso y el sello de un creador superdotado. En Regresión, más allá de la consabida pericia técnica y narrativa, no se intuye nada de todo ello. O leves fogonazos; no más.

Cierto es que el director español, nacido en Chile, no lo tiene fácil cada vez que se enfrenta a un nuevo proyecto. El nivel que se le exige –después de ejercicios intrigantes, únicos y memorables como su ópera prima Tesis (1996) o Abre los ojos (1997); después de la soberbia y calculadísima Los otros (2001); después de la oscarizada Mar adentro (2004) e incluso después del menos aplaudido pero deslumbrante fresco que propone Agora (2009)– es muy alto. Sabemos que es un virtuoso de la escuadra y el cartabón; el más brillante de los academicistas. Sus trabajos lo catapultaron al Olimpo de los directores esenciales, no sólo de nuestro país, sino también a nivel global. Es normal, lógico –y necesario– que se le exija no bajar el listón. Pero lo ha hecho; hasta lo inexplicable.

Regresión narra una supuesta historia real en la cual, gracias a unos procesos de hipnosis regresiva –en la Minnesota de principios de los 90–, un detective y su psicólogo intentan desentrañar una oscura trama de abusos y ritos satánicos.

Regresion2Sustentada por un guión minucioso –e innecesariamente complejo–, la película fluye y se deja ver gracias a la mano y pulso magnéticos de su creador y a su pericia técnica y narrativa, pero naufraga por su sorprendentemente previsible desarrollo, por sus giros inverosímiles y esperados, por sus disparatados e incomprensibles punto de partida y resolución. Las secuencias que componen su metraje están dotadas del clima y temperatura habituales, pero carecen de alma. Algunas de las incógnitas que propone la cinta rozan el despropósito y a uno le asaltan, durante la película, varios interrogantes: ¿Puede un padre admitir abusos –que no recuerda– a su hija por el trauma que le supuso que su otro hijo fuera homosexual?, ¿alguien puede tragarse el sapo del engaño –de dimensiones colosales– sostenido en el tiempo por la chica protagonista?, ¿necesita alguien como Amenábar hacer trampas en el guión para engañar de forma tan poco elegante al público?, ¿sigue respetando a su público como lo había hecho hasta ahora? ¿Se está adentrando peligrosamente en el terreno de los creadores engullidos por una industria que agasaja con dólares pero priva del talento?

Muchos han dicho ya que la película no está a la altura de su creador. Más allá de esta evidencia, lo que resulta francamente preocupante es su total entrega a la comercialidad en detrimento de la autoría. En sus anteriores trabajos supo combinar con excelencia dicha comercialidad con ráfagas de cine vivo y profundo, de aliento lírico. Estas ráfagas, en Regresión, apenas se intuyen. Es cine tramposo y comercial desprovisto de cualquier atisbo de maestría. Los actores deambulan entre errantes y despistados, tanto Emma Watson como Ethan Hawke –a uno le asaltó una incómoda sospecha: el actor no se cree ni uno solo de los minutos que protagoniza–. Es una película poco inspirada, muy previsible, inverosímil, intrascendente; que bien podría haberse ahorrado. Tiene cierto aroma a telefilm de sobremesa, pero, eso sí, está ejecutado con caligrafía maestra.

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