Fanny y Alexander
Por Antonio Jorge Meroño Campillo.
Dir: Ingmar Bergman, Suecia, 1982
Fanny y Alexander es una de las obras maestras de Bergman, lo que es mucho decir. Compendio de toda su obra, en formato de telefilm para la televisión, fue la penúltima obra que dirigió: le seguiriá, tras más de veinte años de silencio, Saraband, el testamento del maestro.
Basada en la vida de su familia (como haría también años más tarde escribiendo el guión de Las mejores intenciones, de Bille August), abuelos, tíos abuelos, y su propio padre de niño, muestra el contraste entre una familia avanzada y liberal y el reaccionario y fascista obispo. Con una estructura muy teatral, hay música, por supuesto teatro dentro del cine: está el mito de Hamlet, con toda la carga de simbología que conlleva. Incluso la madre de Alexander le llega a decir que él no es Hamlet.
El curso del río aparece tres veces en el film, es el río que circunda el castillo-prisión donde languidecen Fanny y Alexander, dos niños que, tras la muerte de su padre, un actor que representa a Hamlet, son tiranizados por su padrastro, un obispo luterano.
La familia, las relaciones de pareja, la lealtad, todo está muy bien reflejado en una cinta redonda.
La aparición continua desde el más allá del padre de Fanny y Alexander da al film ciertos tintes sobrenaturales, además de ahondar reiteradamente en el citado tema del príncipe de Dinamarca shakesperiano.
Bergman nos muestra un fresco delicioso, con una magnífica fotografía y muy buenas actuaciones: es impagable toda la escena del baile de nochebuena, donde todos, incluso los más ancianos, corren alrededor del salón cogidos de la mano, en una muestra de belleza visual que no suele verse en el cine del maestro, normalmente oscuro y ascético.
Fanny y Alexander es un canto a la libertad, a ese concepto tan abierto de la vida que tienen los nórdicos, pese a su conspicua introspección. Un recorrido visual por una vida que es celebrada con alborozo.