Ricardo Piglia y la máquina de Macedonio
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“ Debía saber que los libros sólo se es escriben para, por encima del propio aliento, unir a los seres humanos, y así, defendernos frente al inexorable reverso de toda existencia: la fugacidad y el olvido”
Stefan Zweig
“El escritor debe introducir, a su modo, en la relación del hombre con el mundo, el principio de realidad”, escribe Juan José Saer, para quien dicho principio de realidad “desbarata el conformismo enfermo de la ideología”; el escritor, podría añadirse, al introducir el principio de realidad, introduce aquella memoria, aquel tiempo pretérito que constituye toda realidad presente, que anticipa toda realidad futura. Indica, asimismo Saer, que al escritor “ningún tema ni ninguna forma le están vedados”, todo puede escribirse, todo debe escribirse. Escribir es dar visibilidad a lo oculto, es combatir el olvido, enfrentarse contra la imposición de silencio. En la isla de Finnegans creada por Ricardo Piglia, las voces siguen sonando, la máquina de Macedonio no logra ser silenciada e, incluso, desde su exilio, desde esa lista de desaparecidos, Maggi, personaje de Respiración Artificial, sigue narrando, sigue testimoniando la memoria común de Argentina. El pasado vuelve en las novelas de Piglia, regresa del olvido, la literatura sirve al escritor argentino para rescatar la historia; sin embargo la literatura, como indica el propio escritor, “no solo trabaja con el presente y el pasado”, sino también con el futuro que “actúa como una crítica al presente”. En las novelas de Piglia los tiempos se sobreponen, se rompe la periodización cronológica, ¿cuándo habla Maggi, desde cuando se escucha la voz de Enrique Ossorio? El tiempo construido por Piglia es un tiempo artificial, un tiempo que borra las fronteras de la misma manera que se borran en la obra de Proust; no importan las fechas, los momentos, no es necesario preguntarse cuándo, basta con sumergirse en esta atemporalidad para percibir el sentido de este tiempo que no debe olvidarse, que debe recordarse como tiempo pretérito que contiene, sin embargo, el tiempo futuro.
La temporalidad de Piglia es artificial, toda novela es artificial, pues es una construcción narrativa, así como los son los sueños relatados por el paciente o los recuerdos rememorados por el testigo. “La historia no siempre puede creerle a la memoria”, señala Beatriz Sarlo, una memoria que, sin embargo, desconfía de aquellos relatos que la silencian, de aquellas reconstrucciones que la exilian. La memoria es el primer relato, el relato más íntimo de todo individuo, el más impreciso y, a la vez, el más auténtico; la memoria es el relato que rellena los vacíos dejados por el olvido, es el relato que reconstruye aquello que el tiempo ha borrado y, al mismo tiempo, la memoria es el relato que debe perdurar, aquel que necesariamente debe dejar su traza. La traza de la memoria es aquella sobre la cual Piglia construye sus relatos, la traza sobre la cual los historiadores reconstruyen ese tiempo transcurrido; ésta es la función de la memoria, entendida no solamente como el recuerdo individual, sino como el recuerdo colectivo, aquel recuerdo que se hace patente en los fragmentados discursos de los documentos, en las ruinas que trazan el recorrido de una ciudad ausente y, a la vez, presente. Así debe entenderse la memoria, una memoria sobre la cual se escribe la historia, sobre la cual se construye la crítica de un pasado que no debe repetirse. “Es más importante entender que recordar”, afirma Sarlo, “aunque para entender sea preciso, también, recordar”; Sarlo propone entender la historia, observarla críticamente y no abandonarla en una perpetua aporía. La dictadura argentina de 1976 debe ser recordada a través de las cartas de Maggi, a través de las imágenes de la Plaza de Mayo, de las voces de esas mujeres que no pueden ni deben ser silenciadas; solamente de esta manera puede trazarse el futuro, solamente así Maggi consigue esa libertad, la libertad de haber legado a la posteridad, a Renzi, el peso del pasado, un peso que, al ser legado, ahora es compartido.
“La fragmentariedad del discurso de memoria (…) es un reconocimiento preciso de que la rememorización opera sobre algo que no está presente”, es el reconocimiento que la memoria opera como un relato, como una narración. Para escribir la historia, por tanto, es necesario hacerla relato, hacerla atravesar por el espejo deformante de la escritura; la historia se hace relato, la historia del Mediterraneo es el relato escrito por Braudel así como Las memorias de Adriano es la narración de Margarite Yourcernar. La historia a través de la narración, la historia ficcionalizada para poder ser leída, para no ser olvidada. La historia como relato de ficción no implica la negación de la misma, sino el reconocimiento de la necesidad de ésta de ser escrita, divulgada, de ser una postal que nunca se detiene. La historia como memoria colectiva que no puede ser negada, no debe convertirse en una simple estilización, pues en el momento en que las ideologías históricas han perdido vigencia, la historia es aquella que puede sostener el sistema ético. La historia es ética y, por ello, crítica a su vez; “la memoria del pasado será estéril si nos servimos de ella para levantar un muro infranqueable entre el mal y nosotros”, señala acertadamente Todorov, quien añade que “el remedio que estaríamos buscando no consistiría (…) en un simple recuerdo del mal”, pues para Todorov es necesario “dar un paso más y preguntarnos por las razones que han provocado ese mal”; en esta pregunta sobre el pasado, sobre lo ya acontecido, están las claves para entender el futuro, las claves para que el eterno retorno de Nieztsche pueda ser completamente invalidado. Así la propuesta teórica de Keith Jenkins, quien afirma que “las cosas en sí -la democracia liberal o el fascismo- no tienen valor en sí”, que “las cosas son solamente cosas (…) y nosotros podemos atribuir valor(es) a las cosas (al pasado) como queramos”, puede ser definida como una irresponsable relativización. ¿Diría lo mismo Jenkins si hubiese sido víctima de unos de esos fascismos “sin valor”?
La historia no debe ser escrita a partir de un mero ejercicio positivista de acumulación de datos, tampoco debe ser utilizada desde un punto de vista ideológico así como no debe ser negada a partir de posiciones postmodernas; las tres perspectivas representan usos maniqueístas de la historia, que únicamente debe ser divulgada, debe convertirse en un eterno presente, en la clave de acceso de los tiempo todavía por llegar. La historia debe ser un remedio contra el mal, contra aquel mal que no debe repetirse, la historia debe ser la crítica de aquello que no puede repetirse, de aquellos hechos rememorados, pero no reactualizados. “Yo, que soy la nada, de pronto pondré en movimiento ese terrible mecanismo de polizontes, secretarios, periodistas, abogados, fiscales, guardacárceles, coches celulares, y nadie verá en mí un desdichado si no el hombre antisocial, el enemigo que hay que separar de la sociedad. ¡Eso sí que es curioso! Y sin embargo, sólo el crimen puede afirmar mi existencia, como sólo el mal afirma la presencia del hombre sobre la tierra”, afirma Erdosain, protagonista de Los siete locos, la novela de Roberro Arlt, y añade: “realmente, es curioso todo esto. Sin embargo, a pesar de todo existen las tinieblas y el alma del hombre es triste. Infinitamente triste. Más la vida no puede ser así. Un sentimiento interno me dice que la vida no puede ser así”. Una vida pasada que no puede ser cambiada, una vida que tan sólo puede buscar ser irrepetible; el pasado criminal no puede borrarse, mas puede evitar ser repetido, los acontecimientos de la primera mitad del siglo XX ya no pueden ser evitados, pero su memoria es esencial para ese tiempo que todavía se está escribiendo. La memoria es necesaria, una memoria crítica, una memoria histórica acompañada por la reflexión; el historiador busca el pasado, selecciona y combina sus materiales para así escribirla, como el narrador, construye una trama en busca del sentido, no de la objetiva realidad de los hechos, sino el sentido de la verdad, de esa verdad que no debe ser traicionada, esa verdad que, antes de la condena, busca el recuerdo. La condena sin el recuerdo no basta, un recuerdo que, afirma Todorov, “no debe olvidar que bien y mal brotan de la misma fuente”, una fuente que debe convertirse en el centro de todo relato, donde el bien y el mal conviven, así como la ficción y la verdad, conviven, no en antagonismo, sino en una relación mutua de complementación. Es dicha combinación, la negación de la antítesis en favor de la libre combinación, la que permite percibir el sentido de la historia, ese sentido nunca univoco, pero nunca negable, un sentido que se transmite en cada una de las novelas de Piglia, donde los discursos foucaultianos se mezclan, se contradicen haciendo escuchar, de fondo, un sentido múltiple, pero verdadero. Como escribe Juan José Saer en La novela y la crítica sociológica, “el sentido de una novela, enemigo de toda pasividad, se proyecta y se expande desde el pasado hacia el porvenir ramificándose en él y produciendo cambios fundamentales en la conciencia de ciertos hombres”.
Por ello, por todo ello, la máquina de Macedonio debe seguir hablando.