El escritor como imagen o el «caso Vargas Llosa»
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
Resulta irónico, irónicamente trágico, leer hoy La civilización del espectáculo, aquel ensayo de Mario Vargas Llosa que, sin dejar de ser un explícito homenaje a Guy Debord, pretendía ser un melancólico y ácido retrato de la sociedad cultural contemporánea, un retrato que se antojaba ser mucho más radical con respecto al análisis del situacionista francés, reconvertido por el autor peruano en una figura casi naif. Si ya en el 2012 la lectura de La civilización del espectáculo de Vargas Llosa provocaba en el lector más crítico una cierta sensación de perplejidad, hoy su lectura o relectura no puede sino suscitar una sonrisa, más trágica que irónica. Ni la más cruel némesis histórica hubiera podido prever que aquel que en el 2012 afirmaba, con pomposidad, que el problema actual no era sólo el debilitamiento o nivelación por lo bajo de la alta cultura, sino la reconversión de toda expresión cultural en frívolo espectáculo socio-mediático, se convertiría hoy en signe imagen de las más “prestigiosas” portadas del papel couché. Si ya en el 2012, resultaba como mínimo intrigante la melancólica constatación del arrinconamiento de los intelectuales por parte de alguien a quien nunca le faltó una tribuna en los medios y cuyo “arrinconamiento” le llevó a candidarse como presidente; hoy, en este 2015, aquel ensayo se ha convertido, casi en un indirecto homenaje a la primera novela de Vila-Matas La asesina ilustrada, en verdugo de su propio autor. Si bien, como han demostrado una innumerable serie de artículos y de portadas, la historia mediática y “baldosiana” de Vargas Llosa da para infinitas bromas, creemos que de la misma manera que de lo malo siempre se puede extraer algo bueno, de lo cómico, incluso de lo más esperpéntico, como bien sabía el maestro Gómez de la Serna, bien debía deducirse una reflexión.
En efecto, si bien es difícil encontrar un parangón al caso Vargas Llosa, su auge mediático –entendido el adjetivo mediático no como algo negativo, como suele utilizarse normalmente, sino como sinónimo de “presencia en los medios”- es el zenit de un proceso, cada vez más llamativo, de recuperación del autor. Lejos quedan las palabras de Roland Barthes declarando, en el París de 1968, la muerte del autor y casi en el más completo olvido ha caído la pregunta retórica de Michel Foucault, “¿qué importa quién hable?”. Es cierto que la anulación de la figura del autor por parte de estos dos teóricos se encuadraba en una redefinición del concepto de escritura, entendida como “un espacio de múltiples dimensiones en el que se concuerdan y se contrastan diversas escrituras, ninguna de las cuales es la original”; es cierto que silenciar la figura del autor respondía a una reconsideración del lector, escritor segundo y verdadero actualizador de una escritura –no obra literaria- que rehuía no sólo de única asignación autorial –“el testo es un tejido de citas provenientes de los mil focos de la cultura”, afirmaba Barthes-, sino también de una única e incuestionable interpretación, sin embargo esta constatación intratextual, promovía a nivel social un protagonismo a los textos que dejaba en segundo lugar el autor. Era el estilo aquel que reconducía al autor y no viceversa. Hoy la tuerca parece haber comenzado a girar en dirección opuesta y no se trata de que la literatura haya muerto, de que se haya perdido calidad literaria o que ya no haya estilos personales. Se trata más bien, y de ahí que el caso Vargas Llosa se convierta en paradigma propio de manual para la posteridad, de una redefinición del campo mercantil de la literatura que obliga y requiere la resurrección del autor, convertido en sello y marca para la venta de la obra, sea esta de incuestionable valor literario sea expresión de la escritura más abyecta. En su ensayo El libro tachado, que hoy por hoy se me antoja de imprescindible lectura, Patricio Pron señala, a partir de Felix Philip Ingold, el regreso del autor como manifestación de “la mercantilización de su figura”. Pron señala la minuciosa “construcción por parte de autores que ya no utilizan su figura como reclamo de sus libros sino que emplean sus libros como reclamo de su figura, que rentabilizan en presentaciones de libros, lecturas públicas, participaciones en congresos literarios y ferias de libro, etcétera”. A los comentado del escritor argentino, podría añadirse que dicha construcción minuciosa no sólo proviene por parte de los autor, sino también por parte de un sistema mercantil que, en la más que constatable delgadez en las cifras de ventas de libros, ha buscado y, sin duda, encontrado en la figura del autor el más poderoso reclamo publicitario, especialmente en determinados casos. No es extraño escuchar a lectores que se refieren a los libros comprados no a través del título, sino con la divertida alocución de “la última novela de…”, frase altamente problemática en casos como los de César Aira o de Gonçalo Tavares, cuya profusa producción problematiza el poder definir cuál es su última novela. Sin embargo, más que la frase de los lectores –frase que yo misma he dicho en más de una ocasión ante la imposibilidad de recordar determinados títulos-, lo que ilustra esta “resurrección autorial” es la publicidad: se presenta el autor, se describe –por muy conocido que este sea- quién es y sólo en último momento se da el título de la obra. Y, esto, desgraciadamente, no sucede sólo en la publicidad, sino también en más de una reseña que, envolviéndose del legado de Sainte-Beuve, vuelve a dar al autor todo el protagonismo.
Es fácil y divertido mofarse del caso Vargas Llosa, imposible no sonreír, con todo algo sardónico, ante la reconversión del Premio Nobel en embajador de baldosas. Pero no debe olvidarse que, más allá de esta reconversión en edad de senectud –“a la vejez, viruelas” que dice el refranero-, la obra de Vargas Llosa es, con sus indudables altos y bajos, una de las obras narrativas de más prestigio de los últimos cincuenta años, una obra que se hace indispensable para los narradores contemporáneos que deben enfrentarse a ella, sea para alejarse en un movimiento de desviación sea inscribiéndose en su tradición. Y resulta particularmente importante recordar el valor literario de Vargas Llosa, no tanto por el propio autor de La fiesta del Chivo que, a estas alturas de la vida, poco tiene que demostrar –para bien y para mal, su figura ya está conformada, así como su obra-, sino por los autores presentes, algunos de los cuales pueden, si no lo han sido ya, ser víctimas de su propia imagen. Los adalides de la publicidad alardean de la importancia de la propia marca, pero en ámbito literario la marca “autor” puede no sólo hacer desaparecer la obra, no sólo convertir al autor en producto, sino desfavorecer el análisis crítico y la recepción lectora de la obra en sí misma, ya no juzgada por su verdadera valía, sino por la imagen que el autor, voluntariamente y/o involuntariamente, muestra en público. Puede que algunos hayan descubierto la obra de Mario Vargas Llosa por algunas portadas de la prensa rosa, pero ¿es por ser portada de determinadas publicaciones, de enjundia intelectual más que discutible, que debe leerse un autor? Y, sobre todo, ¿es por su imagen que debe juzgarse un autor? Plantear estas preguntas y sobre todo afirmar con contundencia su respuesta negativa es hoy más necesario que nunca porque todos podemos caer en esta sociedad del espectáculo que, sin conmiseración alguna, hace de la imagen el más despiadado de los verdugos. Ya no basta matar al autor dentro de los textos, ahora hay que matarlo en cuanto imagen y marca: es la escritura que habla por él, es su escritura nuestra interlocutora e, independientemente de la imagen del autor, independientemente de cuan atractiva nos resulte o de cuanta antipatía nos despierte, deberemos dirigirnos, hablar, leer y comprar la escritura, la obra. La consciencia de esto no sólo evitará falsas idealizaciones, sino que impedirá las injusticias críticas que quienes son víctimas, sin quererlo, de una imagen de la que no siempre es fácil escapar.
Olvidó otra señal paradójica del caso Vargas Llosa: fue prologuista del ‘Manual del perfecto idiota latinoamericano’, obra que entre líneas ya prefigiraba la categoría de sus escritos políticos en El País. No cabe duda de que con su entronización como rey de la civilización del espectáculo confirma que es un escritor y prologuista profético.
El Manual de perfecto…es obra de su vástago Alvaro,unido a demas fachos
Es cierto lo que dices en el artículo: no se debe de leer por aparecer en cierto tipo de prensa, o con ciertos tipos de comportamiento y tampoco leerlos simplemente por eso. Pero debes de reconocer que los lectores tienen la libertad, y hasta el derecho, de discriminar ciertos autores o actitudes de autores sobre todo porque no han seguido una linea continua o consecuente en la vida. O simplemente por el hecho de no comulgar con sus ideas. A mí me parece que el hecho de que sea buen o mal escritor -que haya escrito grandes novelas- es superfluo; hay cosas más importantes que eso, además las librerías están repletas de grandes obras, que por que no han tenido el apoyo oficial sistemático o de las grandes empresas mediáticas no se han conocido ( ¿ no es más injusto eso aún?)
Prefiero conocer a esos escritores que un sólo libro de Vargas o pongamos, también, de Auster.
un saludo