Señor Manglehorn (2014), de David Gordon Green
Por Miguel Martín Maestro.
Durante un tiempo Gordon Green estuvo a punto de formar triunvirato con la modernidad cinematográfica sumándose a Michel Gondry y a Spike Jonze, también pasó por la etapa de acercarse peligrosamente y convertirse en miembro de la troupe Apatow, pero, afortunadamente ha decidido ser él mismo, y sus tres últimas películas demuestran que Green es capaz de hacer un cine personal destinado a dibujar personajes, a exponer al espectador personalidades heridas y dejarlas explicarse. Prince Avalanche, Joe y ahora Señor Manglehorn conforman una trilogía sobre la soledad de indudable interés.
Manglehorn ha decidido abrir las cerraduras de los demás y tirar la llave de su propio interior dejándolo encerrado pero permanentemente vivo, en constante recuerdo. Como el foco que se resiste a encenderse y hace estallar todas las bombillas, la vida de Manglehorn también es defectuosa por voluntad propia. Para nuestro cerrajero sólo existe el recuerdo de la idealizada Claire, el recuerdo de alguien a quien se ha amado pero no se ha sabido retener, la persona que detenía el mal con su mirada forma parte de una entelequia, de un pasado que no va a volver por más que se empeñe en escribir cartas que no han de obtener respuesta y que son permanentemente devueltas a su remitente. Esa obstinación de Manglehorn sólo sirve para revivir el dolor de la pérdida una vez tras otra, aventurarse a abrir el buzón todos los días es recibir una descarga dolorosa al comprobar que el buzón sólo contiene sus cartas devueltas, pero más doloroso sería tener contestación algún día y sentir el zarpazo definitivo de un insulto, de una negativa rotunda, de un “no me vuelvas a escribir”, por eso en el buzón se ha instalado una colmena, los aguijones de la vida se vuelven reales y se suman a los metafóricos, al dolor interior se le puede sumar el dolor verdadero del aguijonazo. Tu interlocutor ficticio ha decidido olvidarte, probablemente te recuerda más de lo que crees, pero en el silencio y la lejanía ha obtenido la tranquilidad que no le diste, la seguridad que hiciste tambalear, el futuro que no le podías ofrecer, en el silencio de Claire, en su huida, se encuentra el resumen de un error insubsanable. Mantener el recuerdo abierto como hace Manglehorn no da ninguna solución, simplemente es mantener la herida abierta para saber que estamos vivos mediante el dolor.
Para Manglehorn, como para las personas que, solitariamente, comen día tras día en autoservicios o restaurantes despersonalizados, la compañía de un animal se convierte en un sucedáneo de la falta de calor humano en sus vidas, asegurado el afecto desinteresado, la figura del animal viene a equivaler a ese amor dispuesto a ser entregado a otra persona pero que la propia incapacidad de empatía impide compartir. Manglehorn puede parecer cercano, accesible, solitariamente encantador mientras existe una barrera física que le separa de la cajera de banco que interpreta con una humanidad y fragilidad excepcional Holly Hunter, pero cuando esa barrera desaparece, Manglehorn se transforma en un ser huraño, misántropo, maleducado y descortés, insensible al sufrimiento ajeno e incapaz de entender las señales, o, precisamente por eso, por entenderlas perfectamente, decide actuar para ahuyentar cualquier compromiso, cualquier posibilidad de abrir, por una vez, esa cerradura personal instalada con tanto lujo de cerrojos.
En Manglehorn todo son cerraduras, todo son llaves, barreras impuestas para no mostrarse, cerraduras interiores en su propia casa, como si alguien que no fuera él pudiera acceder a su santuario, al archivo de su memoria, un archivo completo y material para que la mente no engañe, un completo fichero de su vida con Claire y sin ella, un archivo que, obstinado en conservar, evita cualquier posibilidad de evolucionar y pasar página, un archivo que recuerda a Manglehorn que no tiene nada, salvo frustración y decepción, una persona para la que su ánimo mejora viendo a personas en situación peor que él.
Para Manglehorn deshacerse de los recuerdos es reconocer que, mientras no abra esa cerradura no podrá escoger otro tipo de vida, cuando eligió sobrevivir en el permanente recuerdo de la mujer que le dejó, cansada y hastiada de esa indiferencia, de esa lejanía incluso cara a cara, sabía que en el futuro, no tendría a nadie, ni tan siquiera a su hijo (ésta es, sin duda, la parte menos conseguida de la película y la que nos recuerda al peor Green), por eso es tan importante quemar las naves, abandonar todo recuerdo y mirar hacia delante, aunque haya que luchar nuevamente por derrumbar los muros físicos para volverse a acercar a quien herimos profundamente.
Y para finalizar, un gozoso reencuentro. Del trío que en los 80 dominaba taquillas y público, Hoffman, De Niro y Pacino, este último es el único que ha mantenido una dignidad actoral, tanto en las interpretaciones como en los papeles escogidos, incluso ha flirteado con el cine de autor, mientras que sus compañeros de generación han optado por incrementar sus cuentas corrientes a base de mercadotecnias cinematográficas de escaso buen gusto. Lo que le ocurría a Pacino habitualmente era que se dejaba perder por una excesiva gestualidad, por una tendencia a la sobreactuación que terminaba cansando al espectador a las primeras de cambio, por eso verle en esta pequeña película, que se sostiene fundamentalmente sobre sus espaldas en un 90 %, es una pequeña alegría, la de la recuperación de un viejo conocido que demuestra que es capaz de actuar sin grandilocuencias innecesarias, que sabe dotar al personaje de la fragilidad y energía suficientes. Un rostro que llena la pantalla y no repele, una composición de un ser derrotado y a punto de inmolarse, encantado de revolcarse en sus propia miserias una y otra vez cuando todos, si nos lo proponemos, somos capaces de dejar el pasado atrás, no de olvidarlo, sino de que el pasado no nos impida el futuro.