Los bartlebys no se acaban nunca
Por Luis Reguero (@quijotesancho78).
Fue el verano en que murió Fogwill. Mi hermana me regaló Bartleby y compañía. Acababa de dejar mi trabajo. No era ni mucho menos lo que yo esperaba. Y encima no pagaban bien. Bueno, lo de siempre. La cuestión es que cuando recibí el libro lo miré con extrañeza. No sabía nada de los bartlebys, ni que tomaran su nombre de un oficinista inventado por Melville. Ni había oído nunca hablar de un escritor llamado Enrique Vila-Matas. La ignorancia tampoco se acaba nunca.
Hay libros que te dejan un enorme cráter en la cabeza. Un agujero del que no para de fluir una lava intertextual fingida y real que se dispara, como un tapiz, en todas las direcciones posibles. En su avance, esa intertextualidad, como estética lúdica propia del postmodernismo, te abre nuevos caminos literarios de exploración, que discurren por galerías interconectadas y que confluyen en un universo de múltiples entradas a las que sólo puede accederse por los intersticios entre lo ficcional y la facticidad de la no ficción.
En su tesis doctoral El universo literario de Enrique Vila-Matas, Cristina Oñoro se hace una pregunta que ya formularan Gilles Deleuze y Féliz Guattari en Kafka. Por una literatura menor con respecto al escritor checo: “¿Cómo entrar en la obra de Vila-Matas?”. Y es cierto que cabe cuestionarse: ¿por qué pasadizo es mejor acceder a ese rizoma vilamatiano, a esa poética cuya originalidad se basa en la asimilación de otras voces y donde asistimos no sólo a una constante voladura de las fronteras de los géneros o a un pronunciado distanciamiento y crítica de los convencionalismos narrativos, sino que también contemplamos una aproximación a la verdad a través del estatuto de la autoficción y a una arremetida humorística e irónica contra el realismo impuesto y el sinsentido que asola el mundo?
Yo accedí a la arriesgada, excéntrica y fascinante inventiva vilamatiana a través de la puerta de Bartleby y compañía, de la que se han cumplido este año tres lustros desde su publicación. Este diario, que es al mismo tiempo un cuaderno de 86 notas al pie de página de un texto invisible, inicia un nuevo ciclo en la producción literaria del autor, donde se centra en las relaciones entre el silencio y la escritura, y al que, en los años siguientes, incorpora otras dos obras: El mal de Montano (2002) y Doctor Pasavento (2005).
Cuando cae en tus manos un libro así te destroza cualquier posible certeza que pudieras haber tenido sobre qué es la escritura. ¿Quién te creías tú qué eras antes de presenciar ese baile de escritores en los que habita una profunda negación del mundo? Son escritores que dejan de escribir o, como matiza Vila-Matas en su web (www.enriquevilamatas.com), son, en verdad escritores que viven y dejan de vivir. Así, el autor barcelonés va explorando, a través del oficinista Marcelo, las diferentes causas –“¿Existe un motivo esencial por el que se deba dejar de escribir?”, se pregunta- por la que estos escritores guardaron un día silencio, pasaron a ser ágrafos trágicos.
Así descubrimos entre ellos a Robert Walser, “que sabía que escribir que no se puede escribir, también es escribir”; a Rimbaud, “que tras publicar su segundo libro, a los diecinueve años, lo abandonó todo y se dedicó a la aventura, hasta su muerte, dos décadas después; a Rulfo, que decía que había dejado de escribir porque “se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias”; a Salinger, “un nombre imprescindible en cualquier aproximación a la historia del arte del no”; o a Kafka, “escritor, que por culpa de Goethe, se siente invadido por una total parálisis de escritura y se pasa el día mirando fijamente sus dedos, presa del síndrome de Bartleby”. En esta larga nómina de bartlebys, el autor también hace referencia a artistas como Duchamp, “que dejó la pintura más de cincuenta años porque prefería jugar al ajedrez. ¿No es maravilloso?”, o a la influyente obra del director Antonioni, que filmó un bartlebyano eclipse en Florencia para su película del mismo nombre, “que hablaría de cuando los sentimientos de una pareja se detienen, se eclipsan (como, por ejemplo, se eclipsan los escritores que de pronto abandonan la literatura) y toda su antigua relación se desvanece”.
Estamos ante un libro infinito que el autor detiene en Tolstói. Estamos ante una obra abierta, de la que siempre habrá algo que decir y que podría incorporar nuevos bartlebys reales, como el argentino Macedonio Fernández, que el escritor descartó y que reconoce le hubiera gustado incorporar, o de bartlebys ficticios, como Jep Gambardella, ese escritor de la película La gran belleza de Paolo Sorrentino, que había publicado, cuarenta años atrás, el libro de éxito La máquina humana y luego había pasado a engrosar la larga lista de los artistas del no. Cuando se le pregunta en la película si volverá a escribir, dice: “Mira esos rostros. Esta ciudad, esta gente. Esta es mi vida: la nada. Flaubert quería escribir un libro sobre la nada y no lo consiguió. ¿Crees que yo lo conseguiría?”. Otra excusa para guardar silencio. Otra excusa que no invita a la lógica.