George Steiner: «La poesía del pensamiento»
«Todos los actos filosóficos, todo intento de pensar, con la posible excepción de la lógica formal (matemática) y simbólica, son irremediablemente lingüísticos. Son hechos realidad y tomados como rehenes por un movimiento u otro de discurso, de codificación en palabras y en gramática. Ya sea oral o escrita, la proposición filosófica, la articulación y comunicación del argumento están sometidas a la dinámica y a las limitaciones ejecutivas del habla humana.
Puede que en toda filosofía, casi con seguridad en toda teología, se oculte un deseo opaco pero insistente –el conatus de Spinoza– de escapar a esa servidumbre que otorga poder, bien modulando el lenguaje natural para transformarlo en las inexactitudes tautológicas, transparencias y verificabilidades de las matemáticas; bien, de manera más enigmática, regresando a unas intuiciones anteriores al propio lenguaje. No sabemos que haya, que pueda haber, pensamiento antes de la expresión verbal. Aprehendemos múltiples puntos fuertes de significado, figuraciones de sentido en las artes, en la música. El inagotable significado de la música, su desafío a la traducción o a la paráfrasis, se abre paso en los escenarios filosóficos en Sócrates, en Nietzsche. Pero cuando aducimos el «sentido» de las representaciones estéticas y de las formas musicales, estamos metaforizando, estamos operando por analogía más o menos encubierta. Así las estamos encerrando en los dominantes contornos del discurso. De ahí el recurrente tropo, tan insistente en Plotino y en el Tractatus, de que el meollo, el mensaje filosófico, está en lo que no se dice, en lo que permanece tácito entre líneas. Aquello que puede ser enunciado, aquello que supone que el lenguaje está más o menos en consonancia con auténticas percepciones y demostraciones, quizá revele de hecho la decadencia de los reconocimientos primordiales, epifánicos. Tal vez aluda a la creencia de que en un estado anterior, «pre-socrático», el lenguaje estaba más cercano a las fuentes de la inmediatez, de la no empañada «luz del Ser» (como dice Heidegger). Pero no hay prueba alguna de semejante privilegio adánico. Ineludiblemente, el «animal que habla», como definieron los griegos al hombre, habita las limitadas inmensidades de la palabra, de los instrumentos gramaticales. El Logos equipara la palabra a la razón en sus mismos fundamentos. Incluso es posible que el pensamiento esté exiliado. Pero si es así, no sabemos o, dicho con más precisión, no podemos decir de qué.
Se infiere que la filosofía y la literatura ocupan el mismo espacio generativo, si bien, en última instancia, se trata de un espacio circunscrito. Sus medios performativos son idénticos: una alineación de palabras, los modos de la sintaxis, la puntuación (un recurso sutil). Esto es así tanto en una canción infantil como en una Crítica de Kant, en una novela de tres al cuarto como en el Fedón. Son hechos de lenguaje. La idea, como en Nietzsche o en Valéry, de que se puede hacer danzar al pensamiento abstracto es una figura alegórica. La expresión, la enunciación inteligible lo es todo. Juntas solicitan la traducción, la paráfrasis, la metáfrasis y todas las técnicas de transmisión o revelación, o se resisten a ellas.
Los profesionales siempre lo han sabido. En toda filosofía, admitió Sartre, hay una «prosa literaria oculta». El pensamiento filosófico puede ser hecho realidad «sólo con metáforas», enseñaba Althusser. En repetidas ocasiones (pero ¿hasta qué punto en serio?), Wittgenstein afirmó que debería haber redactado sus Investigaciones en verso. Jean-Luc Nancy cita las dificultades vitales que la filosofía y la poesía se ocasionan recíprocamente: «Juntas son la dificultad misma: la dificultad de tener sentido», giro que apunta al quid esencial, a la creación de significado y la poética de la razón.
Algo que se ha aclarado menos es la incesante y determinante presión de las formas de habla, del estilo, sobre los sistemas filosóficos y metafísicos. ¿En qué aspectos una propuesta filosófica, aun en la desnudez de la lógica de Frege, es retórica? ¿Puede algún sistema cognitivo y epistemológico ser disociado de sus convenciones estilísticas, de los géneros de expresión prevalecientes o puestos en entredicho en su época y entorno? ¿Hasta qué punto están condicionadas las metafísicas de Descartes, de Spinoza o de Leibniz por los complejos ideales sociales e instrumentales del latín tardío, por los elementos constitutivos y por la autoridad subyacente de una latinidad parcialmente artificial en el seno de la Europa moderna? En otros momentos, el filósofo se propone construir un nuevo lenguaje, un idiolecto singular para su propósito. Sin embargo, este empeño, manifiesto en Nietzsche o en Heidegger, está asimismo saturado por el contexto oratorial, coloquial o estético (es claro ejemplo de ello el «expresionismo» de Zaratustra). No podría haber un Derrida fuera del juego de palabras iniciado por el surrealismo y el dadaísmo, inmune a la acrobacia de la escritura automática. ¿Hay algo más cercano a la deconstrucción que Finnegans Wake o el lapidario hallazgo de Gertrude Stein de que «There is no there», «Allí no hay ningún allí»?
Son algunos aspectos de esta «estilización» en ciertos textos filosóficos, del engendramiento de esos textos a través de herramientas y modas literarias, lo que quiero considerar (de una manera inevitablemente parcial y provisional). Quiero observar las interacciones, las rivalidades entre poeta, novelista o dramaturgo, por una parte, y el pensador declarado por otra. «Ser a la vez Spinoza y Stendhal» (Sartre). Intimidades y desconfianza mutua hechas icónicas por Platón y renacidas en el diálogo de Heidegger con Hölderlin. (…)
La estrecha asociación de la música con la poesía ya es un lugar común. Comparten fecundas categorías de ritmo, fraseo, cadencia, sonoridad, entonación y medida. La «música de la poesía» es exactamente eso. Poner letra a una melodía o poner música a un texto constituyen un ejercicio de materia prima común.
¿Hay en algún sentido afín «una poesía, una música del pensamiento» más profunda que la que va ligada a los usos externos del lenguaje, al estilo?
Solemos utilizar el término y el concepto de «pensamiento» con irreflexiva amplitud y largueza. Asignamos el proceso de «pensar» a una ingente multiplicidad que se extiende desde el torrente subconsciente y caótico de restos interiorizados, incluso en el sueño, hasta el más riguroso de los procedimientos analíticos, una multiplicidad que abarca el ininterrumpido parloteo de lo cotidiano y la concentrada meditación de Aristóteles sobre el alma o de Hegel sobre el yo. En el habla común, el «pensar» es democratizado. Se hace universal y sin patente. Pero esto es confundir radicalmente cosas que son fenómenos distintos, incluso antagónicos. Definido de forma responsable –carecemos de un término señal–, el pensamiento serio no es frecuente. La disciplina que requiere, el abstenerse de la facilidad y del desorden son cosas que están muy raramente o nunca al alcance de la gran mayoría. La mayoría de nosotros apenas tenemos conocimiento de lo que es «pensar», transmutar los tópicos, los manidos desechos de nuestras corrientes mentales, en «pensamientos». Percibidos de forma adecuada –¿cuándo nos detenemos a reflexionar? –, la instauración del pensamiento de primer calibre es tan rara como la composición de un soneto de Shakespeare o de una fuga de Bach. Tal vez, en nuestra breve historia evolutiva, aún no hayamos aprendido a pensar. Puede que la etiqueta homo sapiens, excepto para unos cuantos, sea una jactancia infundada.
Las cosas excelentes, advierte Spinoza, «son raras y difíciles». ¿Por qué un distinguido texto filosófico va a ser más accesible que la alta matemática o uno de los últimos cuartetos de Beethoven? Es inherente a un texto así un proceso de creación, una «poesía» que a un tiempo revela y se resiste. El gran pensamiento filosófico-metafísico engendra y a la vez trata de ocultar las «supremas ficciones» dentro de sí mismo. Las paparruchas de nuestras cavilaciones indiscriminadas son en efecto la prosa del mundo. No menos que la «poesía», en el sentido categórico en que la filosofía tiene su música, su pulso de tragedia, sus embelesos, incluso, aunque de modo infrecuente, su risa (como en Montaigne o Hume). «Todo pensamiento empieza con un poema», enseñaba Alain en su intercambio con Valéry. Este inicio compartido, esta iniciación de mundos es difícil de suscitar. Sin embargo, deja huellas, ruidos de fondo compatibles con aquellos que susurran los orígenes de nuestra galaxia.
Sospecho que estas huellas se pueden discernir en el mysterium tremendum de la metáfora. Tal vez hasta la melodía, «supremo enigma de las ciencias del hombre» (Lévi-Strauss), es, en cierto sentido, metafórica. Si somos un «animal que habla», somos, concretando más, un primate dotado de la capacidad de usar metáforas, para relacionar con el rayo, el símil de Heráclito, los fragmentos dispersos del ser y de la percepción pasiva.
Donde se funden la filosofía y la literatura, donde pleitean la una con la otra en forma o en materia, pueden oírse estos ecos del origen. Este genio poético del pensamiento abstracto se ilumina, se hace audible. El argumento, aun analítico, tiene su redoble de tambor. Se hace oda. ¿Hay algo que exprese el movimiento final de la Fenomenología de Hegel mejor que el non de non de Edith Piaf, una doble negación que Hegel habría estimado?».
(Fuente: «La poesía del pensamiento», George Steiner, Prefacio, Ed. Siruela)