El París lector de Azorín
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“Todos leen en París”, explica con admiración un turista inglés a su regreso a Londres, “la gente lee en los coches, en el paseo, en el teatro, en los descansos, en el cuarto de aseo”, continua el asombrado viajero. Es 1789, en las calles de la capital francesa retumban con fuerza los ecos revolucionarios: en pocos meses se tomará la Bastilla, la monarquía sufrirá su decapitación física e institucional, la burguesía tomará el control de una sociedad hasta entonces estamental. Y, sin embargo, nada de esto parece llamar la atención del curioso turista inglés, sorprendido de las costumbres lectoras de una ciudad que estaba llamada a convertirse entre el siglo XIX y el siglo XX la capital de la literaria por excelencia.
Más de un siglo y medio después, en esa misma ciudad, el 2 de febrero de 1922 una joven librera norteamericana espera en Gare du Lyon el tren proveniente de Dijon. Un hombre, relata Stefan Bollmann en su ensayo Mujeres y libros, entrega a la joven librera un paquete “que pesa dos kilos y medio”; ella, la joven, es Sylvia Beach y el paquete contiene el primer volumen impreso del Ulisses de James Joyce. Ese frío día de febrero, París se convierte, una vez más, en escenario clave de la historia literaria: en la pequeña en tamaño y grande en relevancia librería Shakespeare and Co., regentada por Beach, en Rue de l’Odeón, una de las obras literarias, seguramente junto a En busca del tiempo perdido de Proust, de más relevancia del siglo XX ve por fin la luz en forma de libro tras las continuas negativas de editores varios, indecisos y escépticos todos ellos ante ese prodigio narrativo, por entonces –y puede que incluso todavía hoy- de difícil comprensión y apreciación. Ese mismo año, algunos meses después de la publicación de la obra de Joyce, Azorín escribe para el periódico porteño La Prensa un artículo sobre la figura de los bouquinistas del Sena; en este artículo, en el que reseña las memorias del buquinista Charles Dodeman, Azorín describe a los bibliófilos que cada tarde recorren las orillas del Sena en busca de libros de viejos, obras aparentemente inencontrables, libros desconocidos y escondidos por el polvo arrastrado por el río: “no sólo los modestos bibliófilos, gente de pocos recursos, van por los muelles”, señala el ensayista español, “grandes aristócratas aparecen por allí también de cuando en cuando” y es que, como indicaba por aquellas mismas fechas el crítico Anatole France, “fieles a la tradición, que fue uno de los más nobles aspectos de los siglos pasados, los señores marqueses de Castellane aman los libros y se interesan por quienes los escriben”. Hoy, casi un siglo después, Francia sigue siendo uno de los países occidentales con mayor número de lectores y hoy París sigue siendo, junto a Londres, la ciudad con más tradición bibliófila de nuestro continente; una tradición que, como bien señalaba ya Anatole France, es transversal, no se circunscribe a una clase social determinada. Todavía hoy al recorrer los laterales del Sena es fácil encontrar a todo tipo de lectores rebuscando en las apolilladas cajas de madera, custodiadas por unos buquinistas que han vencido al tiempo y a las modas. Todavía hoy, al recorrer Rue des écoles o descender por la estrecha Rue de la Sorbonne, es posible ver estudiantes y profesores rodeando los cestos llenos de libros de segunda mano o saliendo de la librería La Compagnie con bolsas llena de ejemplares de Folio Classiques, una colección en la que se pueden encontrar por dos y tres euros los grandes clásicos contemporáneos de las letras francesas.
“Aquí en España es impensable publicar como en Francia”, me comentaba hace tiempo un editor, “en Francia la tradición lectora es tal que a muchos lectores les es completamente indiferente la estética del libro; no importa que la portada no lleve imagen, que las páginas no estén tan bien cosidas o que la letra sea pequeña. La realidad francesa, en este sentido, es única”. Si de algo debemos congratularnos en la España de pocos lectores, es de la mejora en las ediciones, en su estética, en las traducciones y en el formato, una mejora que ya reclamaba a finales de la primera década del siglo XX Azorín en sus artículos. Sin embargo, hay algo de melancolía en las palabras de ese editor, una melancolía que proviene de la conciencia de que “hay más libros que lectores”. Las últimas encuestas lo demuestran, los datos acerca de los libros consumidos al año per capita son desoladores; a ello se suma la inoperancia gubernamental, el desinterés estatal por la cultura y la alarmante impunidad ante la piratería. “El otro día un lector me preguntaba cómo podía descargarse mi libro gratis”, explicaba entre el asombro y la risa un autor, quien insistía que el problema de la piratería era un problema que iba más allá del hecho del copiar ilegalmente: “no existe la conciencia de que la producción cultural debe pagarse y se considera la lectura como algo sin valor, algo por lo que no debe pagarse”. Azorín no conoció el problema de la piratería, pero sin embargo la realidad cultural y bibliófila que retrató nos permiten reflexionar sobre el presente. Los artículos de Azorín Libros, buquinistas y bibliotecas. Crónicas de un transeúnte: Madrid-París, publicados por Fórcola, no sólo son un espléndido ejercicio de narración literaria-periodística –mucho antes de que se hablara del periodismo narrativo o del nuevo periodismo-, sino que es un ejercicio de análisis comparado entre la realidad bibliófila de París y la de Madrid, convertida en metáfora del resto de la península: “París ha ejercido hasta ahora la hegemonía literaria en la América española; a ello ha contribuido poderosamente los editores franceses con su arte consumado en alzaprimar el libro. Si nosotros queremos competir con el libro francés en América, habremos de desplegar el mismo arte editorial que nuestros vecinos”, escribe Azorín para ABC en 1944. Hoy en día, en España el arte editorial ha sido desplegado, en los años sesenta Barcelona fue la capital de la literatura hispanoamericana –con insistencia y en distintas cartas Octavio Paz manifestó a Gimferrer sus deseos de publicar en España, símbolo inequívoco del éxito y de la consolidación internacional-, sin embargo hoy España carece de lectores. “El mercado está en Hispanoamérica”, comentaba un editor, cuyas cifras de venta no son nada desdeñables, pocos días después de haberse otorgado el Premio Planeta. El mercado está ultramar y los lectores siguen siendo escasos, demasiados escasos para el mercado y para la cultura literaria en sí misma, “es inaudito que nuestros estudiantes salgan del Instituto sin saber quién es Sancho Panza o Visitación de Galdós”, señala alarmada una profesora de instituto. Algunos arguyen que son demasiadas las distracciones que rodean al hombre contemporáneo alejándolo de la lectura, otros señalan los fallos del sistema educativo y los daños de las nuevas tecnologías; hay quienes en las línea de Nuccio Ordine consideran que el desprestigio de la lectura está vinculado a su aparente inutilidad a nivel producción de capital a las vez que algunos –y esto ya lo señala Azorín en uno de sus artículos- critican las políticas elitistas que han querido hacer de la literatura un símbolo de distinción: “y siempre habrá, aunque la civilidad lo encubra, un matiz de desdén en el hombre erudito hacia el hombre que sueña, y un desvío apenas rebozado del soñador para el universitario. Y así va el mundo y pasan años, y pasan y pasan libros”.
No hay una única causa ante la escasez de lectores, sin duda el desdén no favorecerá a aquella pluralidad de lectores que, sin importan nivel social ni cultural, recorren los márgenes del Sena hoy como lo hacían ayer ante la mirada de Anatole France. No hay una única respuesta ante la falta de lectores y no hay un único responsable. Se debe fomentar la lectura entre los más jóvenes, como señalaba Azorín en 1925 en su artículo Las lectura infantiles y reconocer, evidentemente, los avances en la democratización cultural: “en lo antiguo se leía mucho menos que en los tiempos modernos; en lo antiguo, la lectura era un acto complementario, ocasional; en los días actuales, la lectura es una ‘función orgánica’”, escribe Azorín en La lectura de 1946. Es fácil dudar hoy por hoy de las palabras de Azorín, ¿es posible definir hoy la lectura como una ‘función orgánica’? Resulta difícil, hay algo de ingenuidad y utopía en las palabras del escritor castellano, sin embargo puede que nada haya de más útil que aferrarse a ellas para convencernos de que la lectura puede y debe ser esa “función orgánica”, para convencernos de que entre la Madrid de Azorín y la París de Anatole France tan sólo hay algunos kilómetros y que deberá llegar el día en que lejos de mirar con sana envidia la realidad lectora de París, podamos reflejarnos en ella, ver ahí el retrato de nuestra propia sociedad. “Pensemos que las sociedades han recorrido un camino que va desde el infolio al volumen en octavo”, señala Azorín y añade “la rapidez, la variabilidad, la multiplicidad de la vida moderna están expresadas en ese cambio”. Hoy hay que recuperar ese cambio y la recuperación comienza cogiendo en la mano un volumen en octavo y abandonarse en la útil inutilidad de la lectura.