Hannah Arendt: «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal»
«Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también obedecía la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción entre órdenes y ley podía ser muy importante, pero ni la defensa ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia. Estos fueron los conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas materias en el juicio de Núremberg, por la sola razón de que producían la falsa impresión de que lo totalmente carente de precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que los mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer.
Eichmann, con sus menguadas dotes intelectuales, era ciertamente el último hombre en la sala de justicia de quien cabía esperar que negara la validez de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere que solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de su deber de ciudadano cumplidor de las leyes, y, por otra parte, actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento buen cuidado de quedar «cubierto»—, Eichmann llegó a un tremendo estado de confusión mental, y comenzó a exaltar las virtudes y a denigrar los vicios, alternativamente, de la obediencia ciega, de la «obediencia de los cadáveres», Kadavergehorsam, tal como él mismo la denominaba. Durante el interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y con gran énfasis, que siempre había vivido en consonancia con los preceptos morales de Kant, en especial con la definición kantiana del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que en aquel asunto había algo más que la simple cuestión del soldado que cumple órdenes claramente criminales, tanto en su naturaleza como por la intención con que son dadas. Esta afirmación resultaba simplemente indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de Kant está tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar que elimina en absoluto la obediencia ciega. El policía que interrogó a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado por la curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que Eichmann se atreviera a invocar a Kant para justificar sus crímenes, decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del imperativo categórico: «Con mis palabras acerca de Kant quise decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda devenir el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al robo y al asesinato, por ejemplo, debido a que el ladrón y el asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que otorgue a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos).
A otras preguntas, Eichmann contestó añadiendo que había leído la Crítica de la razón práctica. Después, explicó que desde el momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la Solución Final, había dejado de vivir en consonancia con los principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se había consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus propios actos» y que él no podía «cambiar nada». Lo que Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de crímenes legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba, no se había limitado a prescindir de la fórmula kantiana por haber dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo que el de los actos del legislador o el de la ley común. O, según la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida a Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal manera, que si el Führer te viera aprobara tus actos» (Die Technik des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía en un legislador desde el instante en que comenzaba a actuar; el hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los principios que podían y debían ser los principios de la ley. Pero también es cierto que la inconsciente deformación que de la frase hizo Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant «para uso casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que queda del espíritu de Kant es la exigencia de que el hombre haga algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del simple deber de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley, con la fuente de la que surge la ley. En la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en el empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad del Führer.
Gran parte de la horrible y trabajosa perfección en la ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo general el observador considera como típicamente alemana, o bien como obra característica del perfecto burócrata— se debe a la extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno fuera el autor de las leyes que obedece. De ahí la convicción de que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber. Sea cual sea la importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad del «hombre sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de que, en un aspecto, Eichmann siguió verdaderamente los preceptos kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En Jerusalén, Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante aquel período en que cada alemán, de los ochenta millones que formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó ayuda a un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de Viena, en cuyo favor había intercedido su tío. Incluso en Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto descontento de sí mismo, y cuando en el curso de las repreguntas le interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta impersonal actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho más que cualquier otra cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era precisamente lo que le justificaba, tal como anteriormente había sido lo que acalló el último eco de la voz de su conciencia. No, no hacía excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado contra sus «inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su deber».
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«El caso de conciencia de Adolf Eichmann, evidentemente complicado pero no único, no admite comparación con el de los generales alemanes, uno de los cuales, al preguntársele en Nuremberg: «¿Cómo es posible que todos ustedes, honorables generales, siguieran al servicio de un asesino, con tan inquebrantable lealtad?», repuso que no era «misión del soldado ser juez de su comandante supremo. Esta es una función que corresponde a la Historia, o a Dios en los Cielos» (palabras del general Alfred Jodl, ahorcado en Nuremberg). Eichmann, mucho menos inteligente y prácticamente carente de educación, vislumbraba, por lo menos, de un modo vago, que no fue una orden sino una ley lo que les había convertido a todos en criminales. La distinción entre una orden y la palabra del Führer radicaba en que la validez de esta última no quedaba limitada en el tiempo y el espacio, lo cual es la característica más destacada de la primera. Esta es también la razón en cuya virtud la orden dada por el Führer de que se llevara a término la Solución Final fue seguida por un diluvio de reglamentos y ordenanzas, documentos todos redactados por expertos juristas y no por funcionarios administrativos; la orden de Hitler, a diferencia de las órdenes corrientes, recibió el tratamiento propio de una ley. No es necesario añadir que los consecuentes formalismos jurídicos, lejos de ser una simple manifestación de pedantería o perfeccionismo alemán, cumplieron muy eficazmente la función de dar externa apariencia de legalidad a la situación existente.
Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación».
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«Entonces, se produjo la última declaración de Eichmann: sus esperanzas de justicia habían quedado defraudadas; el tribunal no había creído sus palabras, pese a que él siempre hizo cuanto estuvo en su mano para decir la verdad. El tribunal no le había comprendido. Él jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Los dirigentes nazis habían abusado de su bondad. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes merecían el castigo. (Eichmann no llegó tan lejos como otros criminales de guerra de menor importancia, que se quejaron amargamente de que les habían dicho que no se preocuparan de las «responsabilidades», y de que, después, no pudieron obligar a los responsables a rendir cuentas, debido a que les «habían abandonado», por la vía del suicidio o del ahorcamiento.) Eichmann dijo: «No soy el monstruo en que pretendéis transformarme… soy la víctima de un engaño». Eichmann no empleó las palabras «chivo expiatorio», pero confirmó lo dicho por Servatius: albergaba la «profunda convicción de que tenía que pagar las culpas de otros». Dos días después, el 15 de diciembre de 1961, viernes, a las nueve de la mañana, se dictó el fallo de pena de muerte».
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«Menos aún se oyeron las voces de aquellos que son adversarios de la pena de muerte, por principio, de un modo incondicional. Sus argumentos no hubieran perdido validez, ya que no hubieran tenido que modificarlos a fin de adaptarlos al caso particular de Eichmann. Sin embargo, parece que consideraron —probablemente con razón— que el caso de Eichmann no era el más adecuado para proseguir la lucha contra la pena de muerte.
Adolf Eichmann se dirigió al patíbulo con gran dignidad. Antes, había solicitado una botella de vino tinto, de la que se bebió la mitad. Rechazó los auxilios que le ofreció un ministro protestante, el reverendo William Hull, quien le propuso leer la Biblia, los dos juntos. A Eichmann le quedaban únicamente dos horas de vida, por lo que no podía «perder el tiempo». Calmo y erguido, con las manos atadas a la espalda, anduvo los cincuenta metros que mediaban entre su celda y la cámara de ejecución. Cuando los celadores le ataron las piernas a la altura de los tobillos y las rodillas, Eichmann les pidió que aflojaran la presión de las ataduras, a fin de poder mantener el cuerpo erguido. Cuando le ofrecieron la negra caperuza, la rechazó diciendo: «Yo no necesito eso». En aquellos instantes, Eichmann era totalmente dueño de sí mismo, más que eso, estaba perfectamente centrado en su verdadera personalidad. Nada puede demostrar de modo más convincente esta última afirmación cual la grotesca estupidez de sus últimas palabras. Comenzó sentando con énfasis que él era un Gottgläubiger, término usual entre los nazis indicativo de que no era cristiano y de que no creía en la vida sobrenatural tras la muerte. Luego, prosiguió: «Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca las olvidaré». Incluso ante la muerte, Eichmann encontró el cliché propio de la oratoria fúnebre. En el patíbulo, su memoria le jugó una última mala pasada; Eichmann se sintió «estimulado», y olvidó que se trataba de su propio entierro.
Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes».
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«Eichmann no era un Yago ni era un Macbeth, y nada pudo estar más lejos de sus intenciones que «resultar un villano», al decir de Ricardo III. Eichmann carecía de motivos, salvo aquellos demostrados por su extraordinaria diligencia en orden a su personal progreso. Y, en sí misma, tal diligencia no era criminal; Eichmann hubiera sido absolutamente incapaz de asesinar a su superior para heredar su cargo. Para expresarlo en palabras llanas, podemos decir que Eichmann, sencillamente, no supo jamás lo que se hacía. Y fue precisamente esta falta de imaginación lo que le permitió, en el curso de varios meses, estar frente al judío alemán encargado de efectuar el interrogatorio policial en Jerusalén, y hablarle con el corazón en la mano, explicándole una y otra vez las razones por las que tan solo pudo alcanzar el grado de teniente coronel de las SS, y que ninguna culpa tenía él de no haber sido ascendido a superiores rangos. Teóricamente, Eichmann sabía muy bien cuáles eran los problemas de fondo con que se enfrentaba, y en sus declaraciones postreras ante el tribunal habló de «la nueva escala de valores prescrita por el gobierno [nazi]». No, Eichmann no era estúpido. Únicamente la pura y simple irreflexión —que en modo alguno podemos equiparar a la estupidez— fue lo que le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo. Y si bien esto merece ser clasificado como «banalidad», e incluso puede parecer cómico, y ni siquiera con la mejor voluntad cabe atribuir a Eichmann diabólica profundidad, también es cierto que tampoco podemos decir que sea algo normal o común. No es en modo alguno común que un hombre, en el instante de enfrentarse con la muerte, y, además, en el patíbulo, tan solo sea capaz de pensar en las frases oídas en los entierros y funerales a los que en el curso de su vida asistió, y que estas «palabras aladas» pudieran velar totalmente la perspectiva de su propia muerte. En realidad, una de las lecciones que nos dio el proceso de Jerusalén fue que tal alejamiento de la realidad y tal irreflexión pueden causar más daño que todos los malos instintos inherentes, quizá, a la naturaleza humana. Pero fue únicamente una lección, no una explicación del fenómeno, ni una teoría sobre el mismo».
(Fuente: «Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal», Hannah Arendt, Ed. Lumen)
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