Kiki de Montparnasse, el París sin corsés
Por Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
“París es la ciudad donde no existen los corsés”, solía decirme mi abuela mientras contemplaba con nostalgia una pequeña foto del Folies Bergère que colgaba sobre el cabezal de la cama en la que dormía durante los meses estivales que transcurría en su casa. Sentadas en la cama mi abuela solía explicarme su viaje a la capital francesa; “la única vez que salí de España fue para ir a París”, me decía, “fui con tu abuelo, fue el único viaje que hicimos juntos”. Pocos años después de ese viaje, cuando mi abuela contaba con tan solo cuarenta años, mi abuelo falleció, “se fue demasiado pronto”, repetía ella y, al instante, se aferraba al recuerdo de aquella noche parisina transcurrida en el Folies Bergère, “allí todo era posible, París era la ciudad de la libertad”. No recuerdo si fue en esas conversaciones con mi abuela, pero quiero creer que así fue, que descubrí la figura de Kiki de Montparnasse, una mujer para la cual, parafraseando a mi abuela, nunca existieron los corsés. Era la imagen del París de las primeras décadas del siglo veinte, era la metáfora viva del París de los artistas, de las vanguardias, del dadaísmo al surrealismo, del retrato pictórico a la fotografía, ella era y es el símbolo de Montparnasse y de la libertad artística, moral y social que se vivía en los cafés, en los restaurantes y los cabarets que ocupaban aquel barrio convertido en el Parnaso de París. Kiki de Montparnasse “definió la era de Montparnasse mejor que la reina Victoria definió la era victoriana”, decía Ernest Hemigway quien, a pesar de su famoso rechazo por escribir acerca de los libros de los demás, decidió prologar la primera versión de las memorias de Kiki, traducidas al inglés en 1927 y, de inmediato, censuradas por su contenido procaz y amoral. Con Hemigway volví a descubrir a Alice Prin, el nombre de nacimiento de la futura Kiki; con una vieja edición de Seix Barral de París era una fiesta, viajé a París en busca de esa misma fiesta que había descubierto a través del relato de Hemigway y que había revivido a través de los recuerdos de Enrique Vila-Matas en París no se acaba nunca. Llegué a París buscando una ciudad que, en verdad, ya no existía, una ciudad de la que la propia Kiki se había despedido en 1938 en la nueva versión de sus memorias, hoy publicadas por Nocturna bajo el título de Recuerdos recobrados: “Montparnasse no es ya nada especial”, escribe Kiki en el último capítulo de sus memorias, un capítulo que no sólo cierra el libro, sino también una época.
Bien es cierto que La Rotonde acababa de reabrir, La Coupole ya llevaba reabierta algunos años, mientras que El Dôme mantenía “el tipo”, bien es cierto también que, como confiesa la propia Kiki, en 1938 los viejos clientes siguen acudiendo a Le Dôme, así como todavía La Rotonde y La Coupole son centros de vida artística e intelectual, sin embargo como sus memorias, una época parece haberse cerrado. Hay melancolía y a la vez felicidad en las palabras de Kiki, pues la idealización de aquellos años de fervor artístico, de libertad creativa y de ruptura con todos los esquemas –con todos los corsés, físicos y conceptuales- convive con la conciencia de que fueron también años de desenfreno, de continua lucha por la supervivencia, fueron unos años que con su precipitación se convirtieron en un verdadero viaje al fin de la noche: “Me drogo”, así se titula uno de los últimos capítulos de Recuerdos recobrados. La desesperación por mantenerse a flote en un París tan seductor como ingrato, la ausencia de dinero, las noches de juventud transcurridas en casas ajenas para soportar el frío y el lastre de una infancia marcada por la penuria, el abandono, por la ausencia de afecto materno, una infancia agotada demasiado pronto.
Desde sus primeros trabajos como criada o como panadera hasta convertirse en la musa de los artistas de más renombre de la capital francesa; musa, modelo, pero también artista, puesto que Kiki de Montparnasse practicó el dibujo –ganaba algo de dinero retratando a los soldados norteamericanos que pasaban las noches en un Montparnasse donde aparentemente todo era posible- y consiguió, a finales de los años veinte, exponer en más de una galería. La ausencia de formación escolar no impidió que Kiki de Montparnasse se convirtiera, no sólo en musa, sino en interlocutora intelectual de todos aquellos artistas, desde Kisling a Man Ray, pasando por Modigliani y Fujita, quien se convirtió en uno de los pintores de más prestigio de la capital francesa. Las comidas en Chez Rosalie, las reuniones a mediodía en la terraza de La Rotonde y las noches en Le Dôme o en el desaparecido cabaret Jokey eran, ante todo, momentos de creación y de intercambio de ideas y de propósitos: en ese ambiente nació el dadaísmo y, poco después, un grupo de jóvenes, entre los que destacaba el fotógrafo norteamericano Man Ray, por entonces amante de Kiki, se definieron como surrealistas. Kiki fue compañera de viaje de Cocteau, de Tzara, de Picasso de Picabia, de Aragon y del propio Ray; en sus memorias los describe como “niños grandes y crédulos”, jóvenes a los que “les gustaba visitar a los videntes, jugar a la guija y hablar con los espíritus”. La mirada de Kiki no es la de una entusiasta, ni tan siquiera de una groupie, como se la presenta incomprensiblemente en la introducción del libro; la mirada de Kiki es la una observadora inteligente, alguien capaz de afirmar, mucho antes de que la crítica y la historia cultural dictara cátedra, que “aparte de algunos verdaderamente convencidos de lo que hacían, como Desnons, Aragon, Man Ray, Prévertt y algunos otros, los demás me parecían unos amargados”. Leer Recuerdos recobrados no sólo es trasladarse al París de los años veinte, no sólo es disfrutar con el desfile continuo de artistas y lugares que todavía hoy, a diferencia de lo que aquí sucede, sobreviven en la memoria colectiva de París y en su trama urbana –pasear por la capital Francesa no es viajar ridículamente como plantea Woody Allen en su sobrevalorada Midnigth in Paris, sino recuperar a través de sus cafés, del nombre de sus calles y de las pequeñas y ricas galerías de arte la historia intelectual de una ciudad y de un continente, la historia cultural, artística, social y política de la que hoy somos herederos e hijos. Leer Recuerdos recobrados es, asimismo, adentrarse en lo más sórdido y en lo más amargo de aquellos años, adentrarse en la microhistoria, aquella que está detrás de los cuadros, de los nombres y de las noches de cabaret; Kiki de Montparnasse relata su historia, pero también la historia de muchos de aquellos artistas cuya pasión por el arte y cuyas ansias de libertad implicaba, en la mayoría de los casos, la penuria económica, el deambular por una sociedad que todavía no comprendía los nuevos discursos que, a través del arte, proponían aquellos jóvenes, disconformes con un tiempo que creían agotado. Significaba, en ocasiones, traicionarse, buscar sobrevivir a pesar de todo y a través de cualquier medio, significaba olvidarse del que dirán y de las críticas, abandonarse, como señala la propia Kiki de Montparnasse, al propio instinto y dejarse llevar por los sentimientos, que no respondían ni a normas ni a reglas. Hoy idealizamos aquellos años, hoy encumbramos y veneramos a todos aquellos artistas, pero ¿seríamos capaz de sacrificar tanto como sacrificaron ellos en nombre de la libertad y la coherencia creativa? Hoy acudimos a aquellos mismos escenarios, nos fotografiamos ante ellos, pero ¿sabemos de verdad la historia que se esconde tras los cuadros y las obras que sobreviven como legado?
Leer a Kiki de Montparnasse obliga a plantearse todas estas cuestiones, porque Kiki de Montparnasse no fue una groupie, porque sus memorias no son una vana exaltación de una época aparentemente dorada, porque no son una invitación a realizar un frívolo recorrido por París retratando lugares que la historia ha mitificado a la vez que ha vaciado de contenido. Leer Recuerdos recobrados conduce a las bambalinas de aquellos años, nos muestra las luces y las sombras a la vez que nos presenta una mujer que se abandonó a la vida, se enfrentó a los obstáculos y se convirtió en musa, en artista y, sobre todo, en interlocutora de excepción de un grupo de artistas e intelectuales que, vieron en ella, algo más que una mujer para retratar. Ha llegado seguramente la hora de restituir a Kiki de Montparnasse el lugar que le es debido, el lugar que le concedieron aquellos artistas y que la historia cultural, tan reduccionista y tan ávida de nombres ilustres, le ha arrebatado. En unos días de auge del machismo, de la cohibición y de la intolerancia hacia lo diferente y lo absolutamente libre, Kiki de Montparnasse tiene mucho que enseñar. Por ello ahora, cuando viajo a París recuerdo las palabras de mi abuela, “París es una ciudad donde los corsés no existen” e imagino que alguien me dice que soy como Kiki de Montparnasse porque esto significaría que soy una mujer libre que goza, actúa y participa de la cultura del presente. Kiki fue esto, una pieza clave para que aquellos años, de luces y sombras, fueran posibles.