Del saber y la pintura
Por Andrés Isaac Santana.
Dos rasgos de identidad saltan a la vista al observar, sin prisa, la obra de Guillermo Fornes. Por una parte, el goce –declarado- por el hecho pictórico en sí, por su materialidad e inmanencia; por otra, su portentosa sensibilidad para arbitrar -en el mismo centro de ésta- múltiples referencias y lecturas que se acoplan en la urdimbre de gestos y maniobras performáticas resguardados sobre su superficie. Otra de esas señales igualmente relevante es el hecho de que, sin apostar por una figuración iconográfica concreta, relatora de una experiencia venida de “afuera”, consigue hacer de la pintura un ejercicio de narración conectado –de una manera directa- con su propia experiencia de vida. Una experiencia que sustantiva la idea de que la pintura y el arte no son sólo para sí, sino para los otros. La pintura de Guillermo no resulta del egocentrismo que justifica mucha obra contemporánea. La suya se revela como acto de comunicación en el que el “yo” del artista dialogo con esos “otros” que tienen acceso a su obra. En una ocasión, y con elocuencia extrema, me dijo “me interesa que las personas sientan y se relación con mi obra desde un contexto afectivo bastante amplio”. Y es precisamente esa intención la que se sospecha en su trabajo más reciente.
“Biblioteca de Alejandría” es, en toda regla, un ardid alegórico para discursar sobre el concepto ampliado de cultura. La base de esta nueva especulación suya es una mirada, bastante personal e introspectiva, a conceptos culturales que han tenido (o tienen) un carácter fundacional. Estas piezas refuerzan una tesis: el sentido redondeado, ordenado, y al mismo tiempo caótico, de los saberes en expansión. Frente a los impulsos devastadores de una globalización bárbara, del tipo neoliberal y neo-colonialista, Fornes propone pensar la cultura en su estado más puro, como condensación unitaria ante la fragmentación y el extravío, como ejercicio de reconciliación y ámbito de fijación y permanencia.
Todas las piezas reunidas bajo este enunciado, tan lúcido como evocador, resultan de una gran belleza y sensibilidad. Del mismo modo que todas ellas desean homenajear la figura del texto, del libro, del saber condensado en la palabra escrita, dispensado por la lectura de los grandes relatos, de las grandes historias. Cada una de ellas remiten, por el modo en que ha sido dispuestas, a las páginas abiertas de un libro, es decir, a la entrada y salida del conocimiento, a su permanente fluir entre las venas de esta tierra y de este cielo. Autores de la talla de Jorge Luis Borges, Lezama Lima, Cortázar, García Márquez parecen deambular por esas zonas no visibles a los ojos, en el doblez de la evidencia, en la espesura saturada de la tinta. Sus fantasmas habitan los poros de estas nuevas escenificaciones pictóricas del artista. Parecen asaltar a ciegas la superficie con el ánimo de recordar esa babel tantas veces masillada por la ignorancia y la miopía de espíritu.
Esa comunión de figuras, referencias, presencias fantasmales que vienen y van en el anonimato y el silencio más ensordecedor, convierte su pintura en un gran ‘palimpsesto’ de insinuaciones, especie de coito orgiástico que vulnera la puridad de las formas para dejarse “penetrar” una y otra vez por el arrebato de la locura y el disenso de la razón instrumental y cartesiana. Es por ello tal vez que otro signo de identidad de su hacer, sea el deseo de compactar la grandeza exponencial y la ambición del mundo en la humildad de un soporte pictórico-travesti que celebra la epifanía de las conjunciones.
Existe una clara predisposición hacia la erótica barroca por la idea de cultura. Pero al mismo tiempo se trata de un barroquismo depurado y limpio, llevado a su mínima expresión, a esa que le reconoce igualmente sobrio e impecable. Desde ese lugar se permite una disertación, con gracia y ademanes licenciosos, para hablar sobre ese ser cultural que somos. Es toda una reflexión, si se quiere, acerca de esa rara ontología nuestra que se articula en el fragmento y en el hallazgo azaroso y furtivo, en el encuentro y en la pérdida, en la matemática de lo calibrado pero más que nada en la alquimia de las ilusiones y de lo espectral. La idea de hacerse con el mapa, con su fisicidad, frente a los designios de “la irreverencia” y de “la anorexia” de este mundo, pareciera resultar un impulso (casi inconsciente) que recorre la trama de insinuaciones y de digresiones orquestadas en el locus hermenéutico de estas piezas. Si bien es cierto que a simple vista la obra dispensa la huella sinuosa de multitud de maniobras y malabares retinianos en función del hallazgo formal, de la construcción ‘per se’, también es cierto que esas licencias composicionales suelen priorizar, entretanto, las estrategias del ‘desborde’, la ‘expansión’ y “el rescate” de lo ‘periférico’, a tenor de lo cual resulta tremendamente útil la noción de círculo como epicentro del saber. Quizás por ello, por esa propensión suya al deleite de la forma nunca sustraída (pero tampoco abducida) por el concepto, su poética se mofa de la densa reflexividad de ese arte abocado a la potenciación desmedida de los vectores socio-semióticos o antropológicos, retorizados una y otra vez hasta el cansancio de la fórmula. Para Fornes es tentador, por el contrario, el alto grado de autoconciencia y satisfacción poética que exhiben -en su textualidad insinuante- las narraciones pictóricas entendidas como relatos que no esconden su gramática y se hacen con gozo al artificio y al metalenguaje que se piensa, revisa y deconstruye constantemente en virtud de la prolongación y del espectáculo.
Como el resto de lo ‘real’, de todo lo real, la propia idea de objetividad ha muerto. Hoy asistimos a su caída, a su declinación y disenso, lo mismo que decae ese falo hegemónico que la modernidad festejó hasta lo esencialmente arbitrario. De tal suerte “lo denso”, “lo sólido”, “lo fuerte” de toda significación y de toda referencialidad, cede terreno a la pertinencia de “lo noble”, “lo maleable”, a lo menor de las narraciones y de las escrituras anticanónicas. Resulta curioso advertir cómo entonces, ante esa lógica de la cultura que sustantiva la valía de todo aquel hallazgo de signo periférico-lateral, se revaloriza entre los artistas la audacia estética de esos relatos desligados de la norma y que habitan a la sombra del texto universalmente elevado. La discutible prevalencia de un único modelo de cultura, de alta cultura, ha hecho peregrinar los pasos de una ideología consagratoria que cifró sus metas en la idealización de los paradigmas modernos. Al contrario de ello, los artistas aceptan la tensión y la fruición dionisíaca de otras observaciones o de otras revelaciones menos trascendentes en cuanto a gravedad y autoridad se refiere. Los textos mágicos, las religiones subalternas, la mitología y la voz popular de los saberse excomulgados por la norma científica y académica, se revelan como reservorios o abrevaderos de alta densidad especulativa respecto de esa misma fuente.
Es entonces desde todo punto de vista lógico y presumible que la llegada de esa “condición expandida” que había permanecido atrapada en el denso letargo de la hibernación, trajese consigo un uso arbitrario y exponencial de las superaciones (y vulneraciones) de la categoría de límite. Las piezas de Guillermo Fornes simbolizan, en este sentido, una búsqueda y un extravío. Son, por fuerza, la reconquista de la paradoja y de su loable dimensión persuasiva por medio del engaño y de la erótica de la visión. Entonces, con una dimensión epistemológica que sobrevuela alguno de esos estancos predeterminados por la historia y el lenguaje, el ensayo estético de Fornes revaloriza la erótica de superficie en un acto de expansión de las vetustas presunciones de estilo y de lenguaje cerrado. En lugar de apostar por una unidad centrada, subraya y celebra la pérdida de integridad, de la globalidad, de la sistematización ordenada. Las nuevas figuras vienen a ser “la inestabilidad del específico”, “la polidimensionalidad del referente”, “la saturación del significado”. Desde ahí, desde ese lugar de ambigüedad que prefiere lo inespecífico a las precisiones cartesianas, se consolida su voluntad de reconocerse o re-encontrarse por oposición, negación o superación de los valores precedentes. Ahí está, entonces esa gran “Biblioteca de Alejandría”.
Hágase el silencio para que fluyan los textos por el riego de las conciencias.