Saza, el señor de la sonrisa eterna se marcha sin capilla ardiente
Por Horacio Otheguy Riveira
Nació el 13 de agosto de 1926 y falleció el 23 de julio de 2015 a los 88 años sin una molestia, «no vaya usted a pensar que me voy a ir perturbando la tranquilidad de la gente que me aprecia», sin un soplo de disgusto, con el beneplácito de todos cuantos le disfrutaron y aún pueden seguir haciéndolo en numerosas películas, como, por ejemplo, La escopeta nacional, de Berlanga, o Una pareja perfecta, de Betriú.
—Encantado de conocerle.
—Igualmente.
O
—Gusto de volver a verle.
—Lo mismo digo, me sorprende que no se canse usted de entrevistarme…
Y enseguida se producía una conversación relajada en una cafetería de Madrid. Durante mucho tiempo en una de Cibeles que ya no existe, luego en otra parecida; jamás en su casa, y preferentemente tampoco en camerinos.
Aparecía muy formal, con traje y corbata, tan pequeño que no te lo podías creer, tan alto que parecía en escena.
Le seguí durante un tiempo en varias comedias de su cosecha, también dirigidas por él, y de otros autores. Dos funciones diarias (llegó a disfrutar de una sola, excepto los sábados, pero durante muy poco tiempo), y su esposa —nada que ver con la farándula— le acompañaba con la cena llevada de casa, y de su única hija nunca supe nada. Si le preguntaba, respondía con un chiste, echando balones fuera.
Vivía el teatro con la responsabilidad de un catedrático, y triunfaba con la vitalidad de un actor de raza, hecho sobre la marcha, aprendiendo en el gran esfuerzo de dos funciones diarias, alternando cine y televisión, por puro afán de supervivencia; por eso, las pocas veces que le dieron personajes de enjundia, difíciles, complejos, con más matices que el sainetero mundo en que se movía, nos dejaba con la boca abierta.
Pero, qué pasa, ¿el sainetero mundo del cómico carece de valor?, ¿lograr la carcajada relajada, librepensadora, sin prejuicios ni pre-excusas de la gente que compra una entrada para distraerse entre risas, carece de valor? Pues sí, la tradición cultural de todos los tiempos, lo mismo para griegos (valoraban a los trágicos y despreciaban a los que se burlaban de ellos como Aristófanes) que para judeocristianos, «esa risa loca que sale de tu boca» no está bien vista, sólo aparece en los Oscar o los Goya (otra cosa es en Francia con los César: ¡aprendamos de una vez!) cuando toca premio a la carrera, pero nunca veremos galardón al bufón que nos hizo partir de risa.
Dicho esto, mi experiencia con Saza ha sido estupenda. Sus conversaciones eran cultas sin pedantería, encantadoras con la naturalidad de tiempos lejanos de tertulias, siempre referentes a diversos aspectos del teatro —mucha televisión también hizo, con serie propia incluida, Los maniáticos—, y sobre lo que él mismo ha vivido dentro del cine más popular y en el de «prestigio», gracias al talento de Luis García Berlanga que lo introdujo en La escopeta nacional, como el catalán que se acerca a una sesión de caza del Madrid franquista para hacer negocios como sea, o en el tímido de La colmena —del gran Mario Camus— al que «un amigo» le sacaba los cuartos llevándolo al burdel (rodeado de mujeres bien dispuestas para llevárselo al huerto, y ante ellas exaltaba su virilidad: «¡Qué las das, qué las das!
Pero el gran actor tenía una sensibilidad prodigiosa que demostró en el caradura magistral escrito por Eduardo de Filippo en Filomena Marturano. La estrenó en 1979 con una eficaz Concha Velasco, aunque él se comía la función, dominando ese punto intermedio del simpático canalla, cruel machista que es capaz de confundir la verdad con la mentira hasta que las emociones le abandonan.
Años después se repuso la función con el mismo director, Ángel Fernández Montesinos, y la misma protagonista, pero con Héctor Colomé, formidable intérprete con muchos recursos que, sin embargo, en esta ocasión sobreactuó sin encontrar el tono preciso, aquel tono que Saza bordaba hasta sumergirnos en la vorágine de un hombre que quiere seguir siendo libre luchando contra su propia necesidad de amar sólo y exclusivamente a esta Filomena que empieza a madurar, madre de sus hijos… o al menos de uno que él no sabe quién es, pero encontrarle es su mayor debilidad: cuánta sutileza y qué maravillosa sucesión de matices…
Otro tanto en Los habitantes de la casa deshabitada, de Jardiel Poncela, bajo una puesta en escena sin lucimiento alguno de Mara Recatero, sólo Saza —y en el tramo final extraordinaria Paloma Paso Jardiel, hija de Alfonso Paso y nieta del autor— expresaba ese punto magistral del humor absurdo teñido de una cotidianidad conmovedora.
Por otro lado, iba yo a ver sus comedias y me reía, me divertía, aunque percibía que no había todo lo que debía haber. Y el propio Saza me lo explicaba:
Es que soy un autor muy malo, ¿sabe usted? Con tantos años de teatro no me puedo engañar. Mis comedias son malas, pero disfruto escribiéndolas, claro que me gustaría hacerlas maravillosas, pero no tengo talento y me conformo, resignación que se dice, y, claro, qué le voy a decir a usted, este es mi oficio y uno no puede parar, y mientras el público se divierta con mis comedias seguiré adelante, qué voy a hacer, después de todo a lo mejor me sale una buena…
Y apostillaba riendo; una risa fresca, espontánea, con todo el cuerpo relajado, como si fuera ese familiar fantástico que no ves la hora de visitar el próximo fin de semana: encantador, y a la vez implacable:
Las entrevistas en una cafetería, nada de involucrar a la vida privada, el teatro es el teatro y la farándula es la farándula. Mucho mejor con cada cosa en su sitio, ¿sabe usted?
Falleció «de muerte natural» a los 88 años. Desde los 13 a los 20 años estuvo en los teatros y en el negocio familiar. Se incorporó a la terrible compañía de Paco Martínez Soria —un divo que no toleraba que nadie del elenco provocara la menor sonrisa que pudiera hacerle sombra— y resistió y aprendió mucho, y cuando menos se lo esperaba ya era una joven promesa y luego gran actor de una larga carrera llena de satisfacciones.
Disfrutó de un Goya a toda su carrera y, sin nostalgia, vivió unos años de tranquilidad. Nunca sabremos su dosis de misterio, el vaivén de sus emociones, pues al menor intento de acercamiento a su intimidad, su sonrisa caballuna te dejaba fuera.
Nada de alcohol, nada de noches locas, vida familiar en secreto; un actor con un gran talento intuitivo que muchos apreciábamos en todos los sentidos, pero que tuvo la desgracia de hacer carrera en España: un país que no ama a sus artistas, y que en cuanto a los cómicos todo es mucho peor, como solía decir, otro grande, José Luis López Vázquez: «Sé que en algunos países, cuando tienes una carrera con más éxitos que fracasos, no más salir a escena te aplauden. Aquí no, en España los espectadores se dicen ‘A ver con qué sale ahora el idiota este’. Siempre empezamos de cero».
José Luis López Vázquez tuvo su capilla ardiente, como Fernando Fernán Gómez, ambos con carreras mucho más variadas, alternando la comedia con el drama, pero Saza pertenece al mundo más marginal de los comediantes, los cómicos, los capitanes «de las comedias cómicas», así que para ellos nada institucional les es favorable, salvo alguna medalla en la recta final, así que, como muchos otros extraordinarios comediantes se marchó en silencio, sin gloriosa exhibición pública en teatro con muchas flores y coronas, y la verdad es que, al margen de categorías caprichosas, a él mismo no le hubiera gustado tanta parafernalia, se hubiera sentido incómodo con tanto teatro fuera de escena:
Las cosas como son. El teatro es un ritual maravilloso, nada sagrado, pero muy grato. Dejémosle reposar cuando estamos en familia.