Moby Dick: la historia de un fracaso
Por Alejandro Gamero (@alexsisifo)
Con solo 30 años Herman Melville contaba con todo lo que un escritor podría soñar: había viajado por todo el mundo viviendo todo tipo de insólitas peripecias y tenía cinco libros escritos, entre ellos dos best sellers; se había casado con la hija de un importante juez y era dueño de una bonita casa de campo; se codeaba con los grandes literatos de su época e incluso firmaba autógrafos convertido en uno de los autores de relatos de aventuras más aclamados de Estados Unidos. Entonces, en la cima de su carrera literaria, escribió Moby Dick y lo echó todo a perder.
La crítica fue unánime y demoledora: The London Athenaeum lo calificó de basura; The London Literary Gazette dijo que sus lectores deseaban que Melville compartiera el mismo destino que sus ballenas, es decir, el fondo del mar; The New York United States Magazine y Democratic Review lo acusaron directamente de crímenes contra el inglés. En cuanto a ventas las cosas no marcharon mucho mejor: la primera tirada de 500 ejemplares vendió menos de 300 en los primeros cuatro meses, lo que podía catalogarse de fracaso. De hecho, durante la vida de Melville se vendieron un total de 3.715 copias de Moby Dick, lo que le valió la miserable cantidad de 550 dólares. Su cuenta bancaria se desplomó a la misma velocidad que su popularidad y, para colmo de males, Nathaniel Hawthorne, que había sido el motor principal en la concepción de la novela, rompió sus relaciones con el autor sin dar mayores explicaciones.
En defensa de Melville hay que decir que la primera edición británica, la de octubre de 1851, fue una auténtica chapuza. Además de eliminar treinta y cinco pasajes cruciales para «no ofender delicadas sensibilidades políticas y morales», se omitió por accidente el epílogo, por lo que a los lectores les llegó una historia con un narrador en primera persona que aparentemente no sobrevivió para contarla ‒algo que también fue reprochado por la crítica‒. Así que la edición estaba lejos de ser fiel a la voluntad del autor.
Aunque, no nos engañemos, estas circunstancias estaban lejos de ser la causa final del fracaso de la novela. Los lectores esperaban una novela de aventuras al estilo de las anteriores, pero Melville, siguiendo los consejos de Hawthorne, le había dado al relato un enfoque más metafísico, cargado de simbolismo, de digresiones y, por qué no decirlo, de un minucioso catálogo de la industria ballerena, que por cierto, en aquel momento ya era un tema pasado de moda. Nadie supo comprender ni valorar por aquel entonces su dificultad narrativa.
De esta manera, la carrera literaria de Melville cayó en picado y ya estaba sentenciada a los 33 años. Todavía haría algunos intentos más, pero cualquier historia que escribiera a partir de ese momento apestaba al fracaso de Moby Dick Así que en 1863 Melville regresó a Nueva York y se convirtió en un dócil inspector de aduanas, un trabajo que desempeñó hasta el final de sus días. Solo encontró algo de consuelo escribiendo poesía en la más absoluta intimidad. Cuando falleció en 1891, a la edad de 72, después de la espiral de alcohol y depresión en que lo sumió el suicidio de su hijo, la noticia de su muerte se limitó a una esquela de seis líneas en un solo diario. Es probable que más de uno se sorprendiera al descubrir que Melville seguía vivo.
No fue hasta 1919 en que Raymond Weaver, un estudiante de la Universidad de Columbia, se propuso recuperar la malograda figura de Melville. Weaver, que se acabaría convirtiendo en su biógrafo, pronto descubrió, para su sorpresa, que la obra de Melville era más extensa y desconocida de lo que pensaba en un primer momento. En su investigación Weaver tuvo el privilegio de descubrir e imprimir una obra de Melville inédita hasta ese momento, el inacabado Billy Budd.
El proyecto de Weaver de recuperar a Melville no podía haber tenido lugar en mejor momento. En la década de 1920 se estaba intentando construir el canon literario de Estados Unidos y los críticos, después de los experimentos narrativos posteriores a la Primera Guerra Mundial, supieron ver Moby Dick con otros ojos. Ahora sí, se supo valorar su prosa experimental, su desafío al género narrativo, su mezcla de ficción y realidad, su simbolismo o su tratamiento de temas universales, entre otros muchos elementos. Así, en la década de 1930 Melville figuraba a la cabeza del canon literario por mérito propio. Moby Dick pasó a convertirse en fetiche e inspiración de literatos de la talla de William Faulkner, Ernest Hemingway, Albert Camus, Norman Mailer, Ray Bradbury, Jack Kerouac o Cormac McCarthy, entre muchos otros. D. H. Lawrence lo celebraría como «uno de los libros más extraños y maravillosos en el mundo».
Desde entonces, y a lo largo del siglo XX, la novela ha sido adaptada en innumerables ocasiones para el cine, el teatro, la televisión o el formato cómic ‒e incluso ha dado nombre a la famosa cadena de cafeterías Starbucks‒. Con los años Moby Dick ha pasado de ser el estrepitoso fracaso de un joven escritor con una prometedora carrera a icono mundial de la cultura popular. Toda una lección, la de Melville y su Moby Dick, que debería enseñarnos a desconfiar de la inconstancia del canon literario y de la volubilidad de la crítica. Ahí queda dicho.
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La novela, francamente, es un tostón.