Por Jordi Campeny.

aprendiendoaconducir1Mi otro yo, anterior película de la directora catalana Isabel Coixet, infame historia de terror con piel de cuento gótico, supuso un resbalón casi imperdonable de la realizadora. Sólo cabía una opción tras este pavoroso desliz: mejorar. Y lo ha hecho. Tibiamente, sin aspavientos. Pero cabe reconocer que ha subido algunos peldaños.

Aunque nos encontramos lejos de sus mayores logros cinematográficos, tan celebrados y elevados por muchos seguidores –y eternamente discutidos por tantos otros–, como Cosas que nunca te dije (1996) o La vida secreta de las palabras (2005), este último film por encargo –el guión no es suyo– supone una tonificante bocanada de aire fresco con toques de humor bienintencionado y una sutil aproximación a la diversidad sociocultural. Mantiene esencias de la Coixet que nos gusta y prescinde de su cargante, pseudopoético y tembloroso sello. De algún modo, en esta ocasión, Coixet se parece muy poco a Coixet.

La historia es simple y estimulante: Wendy es una escritora de Manhattan, enferma de palabras, que decide sacarse el carné de conducir mientras su matrimonio se disuelve y se enfrenta al abismo emocional. Para ello toma clases con Darwan, un refugiado político hindú de la casta sij que se gana la vida como taxista e instructor de autoescuela.

Con esta leve estampa cotidiana, enmarcada en una Nueva York bulliciosa y multicultural, Coixet construye una historia amable, sencilla, cercana, empática, bienintencionada y, relevante novedad, con tonificantes toques de humor. A pesar del drama interior de su protagonista, el camino que recorre se antoja luminoso y esperanzador. Los diálogos que mantienen Wendy y Darwan –magníficos Patricia Clarkson y Ben Kingsley, sin duda lo mejor de la función–, son ajustados, naturales, verosímiles y con cintura. Uno celebra que Coixet haya abierto una grieta a su mundo de dolores lacerantes, indesmayables tristezas y desasosiegos para que entrara luz y aire fresco. Ya se sabe que en las casas que llevan mucho tiempo a oscuras y cerradas a cal y canto resulta imprescindible, en algún momento, abrir cortinas y ventanas para que corra el aire y entre en ellas la vida. Ésta no es, en definitiva, como sí aspiraban a serlo tantas otras, la película más triste del mundo.

aprendiendoaconducir2Quizás precisamente porque Coixet se alejó de sí misma y ha entrado en terrenos levemente nuevos para ella, en los que hay luz, humor y esperanza, se ha visto levemente atascada en dos problemas de los que adolece Aprendiendo a conducir: el ritmo y la intensidad. Por un lado, la película resulta algo reiterativa y le falta ritmo en algunos tramos. Por otro, uno echó en falta algo de fuerza, convicción, garra, solidez. Aunque con moraleja de fondo, la propuesta es leve, como una pompa de jabón. Difícilmente deje huella en el espectador; y si lo hace, será endeble.

A pesar de ello, uno sale levemente satisfecho del cine. La mirada de la cineasta resulta algo más limpia y vitalista. Los seres humanos que desfilan ante nuestros ojos permiten mayor empatía que la media de los personajes coixetianos, a quienes, en esta ocasión, entiende más y castiga menos. Con oficio y un audaz manejo de las elipsis, la directora nos ofrece un periplo pequeño, de corto recorrido, sensible, certero y, al final de todo, optimista. Y, un detalle absolutamente novedoso en su larga, melancólica y desalentadora filmografía: en Aprendiendo a conducir no llueve. En la mayoría de tramos luce el sol; resplandeciente. Quién lo iba a decir.