La mirada del silencio (2014), de Joshua Oppenheimer
Por Miguel Martín Maestro.
La peor mirada es la del que no quiere ver, por eso hay que graduarse, hay que probar lentes para saber si es el ojo el que falla o el cerebro selectivo que se niega a mirar. Unas gafas de graduar resaltan el rostro de los asesinos que van circulando por este soberbio ejercicio de memoria. Unos ojos que se empequeñecen todavía más, pugnando por enfocar la realidad cotidiana hasta que esa labor médica se trunca por las preguntas del optometrista u oftalmólogo, algo que nunca sabremos. La mirada del silencio es la mirada del olvido, “el pasado, pasado está”, repetirán como un mantra, o más bien como una sura, todos estos musulmanes sanguinarios que se cebaron con una parte importante de sus conciudadanos en la Indonesia de los años 60 y que se mantienen en el poder incólumes, ganando elecciones en un régimen que es de todo menos democrático.
En la historia de la humanidad los genocidios son constantes y no terminan, ahora se han trasladado a regiones empobrecidas, remotas, desérticas. El genocidio asola a los países árabes con un riesgo evidente de extenderse hacia el occidente, relajado en su falsa burbuja de bienestar. Pero hay genocidios que, o han contado con cierto beneplácito institucional o resultaba incómodo revelarlos en su momento, y fue incómodo el genocidio soviético a polacos y otras minorías étnicas y nacionales cuando se libraba la segunda guerra mundial, o los llevados a cabo por los turcos cuando han sido unos aliados potenciales del amigo americano y un cortafuegos a aventuras izquierdistas en la puerta de Europa. Y frente al publicitado genocidio camboyano, el indonesio forma parte del olvido más absoluto, el amigo americano financió y sostuvo la salvaje represión llevada a cabo por las milicias progubernamentales para exterminar a todo aquello que pareciera comunista, asesinando de manera salvaje, con un ensañamiento no exento de ánimo publicitario para generar terror, a cerca de un millón de personas.
No es de extrañar que el director haya decidido no volver a poner un pie en Indonesia, pero lo que más impresiona es leer en los títulos de crédito, reiteradamente, la palabra “anonymous” para referirse a todos los indonesios que han participado en el rodaje de esta película, tanto ofreciendo su rostro como trabajando en el plano técnico y artístico, síntoma de que el país no funciona con normalidad, que las heridas no es que se abran recordando la barbarie sino que quienes han herido se niegan, de manera sistemática a reconocer que lo hecho, mal hecho está. Por eso, asistir a una clase de historia en un colegio y oír al profesor lanzando barbaridades sobre los comunistas y alabando que gracias a los militares llegó la democracia a Indonesia te demuestra lo lejos que puede estar ese país de una democracia, al menos, formal.
Verdugos y víctimas están obligados a convivir, a cruzarse por la calle, a compartir pueblos y ciudades. Los verdugos son respetados, más por miedo que por sabiduría, se han enriquecido a costa de los exterminados y de sus relaciones con el poder de Yakarta, han mantenido con orgullo su participación y sus cargos en las instituciones paramilitares, se pasean uniformados y presiden hasta cámaras legislativas, mientras las víctimas sienten el abandono y la necesidad de obtener una respuesta compasiva, no quieren explicaciones porque ya las saben, lo único que les aliviaría es saber que aquello no volvería a ocurrir porque sus autores se han dado cuenta de la barbaridad que supuso. Nada más lejos de la realidad, los ejecutores de todo nivel que pasan por la pantalla, no acostumbrados a hablar de las ejecuciones, primero se lanzan a hablar, cuando el entrevistador se lanza a los porqués, revela su condición de hermano de un asesinado, pregunta si hay pesar por lo realizado, la reacción es fulminante, surge el silencio, surge la mirada retadora, surge la incomodidad y, finalmente, incluso, la amenaza. Pretenden culpar al que pregunta en vez de reflexionar sobre sus actos, quizás porque sabiendo que no hay excusa posible, la mejor solución es no hablar y olvidar. El líder del comando Aksi que ejecutó a cuchillo y machete a cientos de indonesios por sus conexiones con el partido comunista espeta a cámara cuando se le pregunta qué habría hecho si esas preguntas se las hubieran realizado en plena dictadura “no serías capaz de imaginar lo que te hubiera ocurrido”, detentando el poder absolutamente y sin límite, la impunidad se transforma en arrogancia, no quieren hablar de política, pero sus crímenes fueron políticos y religiosos, la amenaza de un partido laico movilizó a la sociedad musulmana a participar de una represión amparada por el poder. Se dio rienda suelta al odio religioso y político, fueron años sin castigo para un bando y sin juicios para otro encaminado al exterminio.
Oppenheimer dio una lección de cine con su anterior The Act of Killing, que reflejaba la misma realidad desde el lado de los verdugos, aquella panda de sicarios que disfrutaban recreando para la cámara sus crímenes, pero a los que finalmente, incluso aquella recreación festiva provocaba pesadillas y náuseas, y ahora, con The Look of Silence compone una estampa de memoria colectiva que terminará emparejando estas películas a las de Lanzmann o Rithy Panh, películas necesarias para que queden como documentos imborrables una vez que sus protagonistas hayan desaparecido. Oppenheimer se gana la confianza de las personas antes de rodar, por eso la reacción de estos es aún más reveladora de no entender lo que ocurre, por qué un occidental, acompañado de nacionales, se atreve a cuestionar su pasado, la figura de sus antepasados, a vulnerar la confianza que les ha abierto puertas sin ser conscientes de lo que venía a continuación. El sanitario que recorre las aldeas de la zona del río Serpiente donde su hermano fue asesinado dos veces, sí, dos veces, porque la historia merece verse y oírse en la voz de sus ejecutores, busca a los autores materiales, pero también a los instigadores de la masacre, a los cooperadores necesarios que ayudaban y decían no saber adónde llevaban a los prisioneros que no volvían, a familiares de su hermano que colaboraron en la muerte del mismo y de otros muchos amparándose en la ignorancia, y también busca a sus familias.
Viendo la película uno imagina lo que tiene que ser la vida de los que quedan en ese ambiente de terror, del silencio mantenido a la fuerza para sobrevivir, del miedo y del rencor permanente, como el encarnado por la madre del asesinado y del hermano que entrevista, de esa herida permanente que no puede cicatrizar porque nadie te repara ni nadie se muestra arrepentido. Sólo hay algo de consuelo en las familias de los ejecutores, y no siempre, son los únicos en los que cabe un mínimo acto de humildad pidiendo perdón en nombre de aquellos que ya no están o que han perdido la memoria por el paso de los años. Pero son perdones pensados más en pasar página y olvidar que en satisfacer, el horror de lo sucedido, en ocasiones, es ignorado por esposas e hijos de los sádicos autores de los crímenes, sabiendo que mataron no pueden imaginar cómo, no podían suponer que beberían la sangre de las víctimas para no enloquecer, pero no pueden negar que lo sabían, y lo sabían porque los ejecutores, durante décadas, alardeaban de lo hecho, no lo ocultaban, se dejaban filmar recreando las hazañas, esas cintas de video que el protagonista mira y remira en silencio, incluso autoeditaron libros con sus hazañas y con dibujos hechos por ellos recreando los degollamientos, las mutilaciones, el beberse la sangre, frente a frente con el mal, con esa banalidad del mal sobre la que teorizó Arendt, ese mal que surge de un día para otro y al que la sangre provoca la llegada de más sangre sin pararse a pensar en lo que se hace, ejecutando como un trabajo mecánico, como una pieza de un engranaje que no puede hacer otra cosa, pero ¿realmente no se podía hacer otra cosa?
Y en la mirada y en el silencio se concentra la imposibilidad de asumir tanto odio y tanto dolor, miradas que se enfrentan y no se rehúyen, pero que no dialogan. Han pasado cerca de 50 años de aquello, incluso el protagonista no había nacido todavía, pero parecería que todo sucedió ayer. En el fondo todo sigue pasando porque ocultar su identidad, su residencia, su trabajo, significa que no hay libertad para pensar ni para expresarse, “siga haciendo actividad comunista y volverá a pasar, se volverá a repetir”, no hay sensación de error ni de barbarie en los autores, los comunistas eran ateos, no iban a la mezquita, no respetaban el islam, ese es el mayor reproche que los fanáticos asesinos repiten una y otra vez. Un odio religioso empleado por el amigo americano para conseguir un aliado en una zona que se les iba de las manos, Vietnam, Camboya, China… Indonesia hubiera sido demasiado, y total, como dice un reportaje de un telediario americano de la época, los comunistas se acercaban a las milicias porque querían ser asesinados por haberse portado mal, si, hay que oírlo dos veces para poderlo asumir, pero cuando la propaganda no tiene medida las barbaridades pueden ser asombrosas en la boca de un ser humano. Es mejor callarse antes de demostrar que eres imbécil, pero claro, un imbécil normalmente no sabe que lo es, aunque esté en el poder, o por eso.