Javier Márquez Sánchez a propósito de ‘La balada de Sam’, su nuevo libro
«El alcohol es como un revólver, que nada puede hacer por sí solo. Si el revólver lo empuña un rufián, con él sembrará la maldad. Si lo empuña un revolucionario, traerá bien a los suyos. El mal no está en tomar, sino en las razones por las que uno toma. No hay buenos o malos bebedores, como dicen ahora, solo más o menos demonios en nuestro interior».
Javier Márquez Sánchez (Sevilla, 1978) es un escritor valiente, de ideas firmes e historias tan sugerentes como poderosas. Este periodista afincado en Madrid, es actualmente subdirector de la revista Forbes en su edición española, además de colaborador habitual en otros medios. Sus libros primeros estuvieron relacionados con el mundo de la música. De ahí pasó a novelas como La fiesta de Orfeo (2009), Los rebeldes de Crow (2011), Letal como un solo de Charlie Parker (Premio Novelpol a la mejor novela negra 2012) y Afilado como un blues a medianoche (2013), con las que demostró su enorme habilidad para enganchar a un lector ávido de tramas estudiadas y emociones al límite. Sus relatos también se recogen en algunas de las últimas y más importantes antologías.
La balada de Sam. Javier Márquez Sánchez. Editorial Alrevés, 2015. 320 páginas. 18,00 €
Frank Benedict es un escritor y periodista neoyorquino en horas bajas, que intenta liberarse de los fracasos y secretos que últimamente arrastra. En un intento por aclarar sus ideas decide realizar una visita a Triunfo, pequeño pueblo del norte de México donde intentar descubrir el perfil más humano de su difunto padre. Allí se va a celebrar un homenaje a Sam Lonergan, cineasta maldito con el que su padre trabajaba y del que se había hecho amigo inseparable. A través de las historias que los habitantes del lugar le irán contando, Frank emprenderá un viaje interior que le provocará tanta inquietud como sorpresa. En ese lugar, que parece haberse aislado del mundo, el escritor se convertirá en protagonista de un western atormentado y heroico similar a los que en otra época rodaron directores tan memorables como el Peckinpah que subyace tras cada relato.
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P.- ¿Cuál es el chip que Javier Márquez tiene que cambiar en su cabeza para escribir una novela como esta, tan diferente al género negro al que sus lectores están últimamente acostumbrados?
A veces me gustaría no tener ese chip, te lo aseguro. A priori parece que es más sencillo abrirse un hueco en el panorama editorial si te especializas en un género. Pero eso me resulta un poco aburrido. Me encanta el western, pero no podría pasarme la vida viendo películas de vaqueros, me perdería tantas obras maravillosas… Al escribir me ocurre igual, porque hay tantas historias que me gustaría contar, unas negras y otras no, que me resulta difícil mantenerme fiel a este género. Hasta el momento he publicado cinco novelas, y sólo dos son negras. Vendrán más como ésas, seguro, pero también diferentes. Lo que me fascina son las historias, no los géneros.
P.- ¿De donde nace esa admiración por el director de cine Sam Peckinpah que subyace a lo largo de toda la novela?
Me atraen, en general, esos llamados artistas malditos, que crearon sus mejores obras inmersos en una espiral de autodestrucción. Me atraen como las vías del metro cuando uno se acerca más de la cuenta y escucha acercarse el convoy… En el caso de Peckinpah, siempre me ha resultado interesante por varios motivos. En primer lugar su lucha constante contra la industria cinematográfica, creo que es el director al que más maltrataron los grandes estudios. Y ello se debía precisamente al aspecto que más me fascina de él, ese carácter –en apariencia– contradictorio de su arte, en el que uno encuentra una violencia salvaje junto a una ternura de fondo y una belleza formal que tornan más dramáticos los resultados. Cojamos Grupo salvaje, la película que le valió el apelativo de ‘Bloody’ Sam: tenemos a un grupo de criminales enzarzados en el tiroteo más terrible jamás filmado, pero justo antes los hemos visto actuar con la inocencia de unos niños, e incluso durante la refriega, advertimos en ellos una lealtad y amor fraternal que parece redimirles de sus pecados más brutales. Peckinpah es un director que ha filmado algunos de los mejores momentos de la historia del cine sobre la familia, la amistad o la intimidad en una pareja. Y pese a todo, seguía buscando desesperadamente su obra maestra, normalmente en el fondo de una botella de vodka.
P.- Desde la visión del protagonista, tu libro se plantea como una road movie física pero también interior que removerá muchos de sus sentimientos, ideas y planteamientos de vida. ¿El viaje del héroe siempre resulta doloroso?
Todo viaje, aunque sea a un destino ya conocido, conlleva un descubrimiento. Puede o no ser doloroso, pero desde luego nos afecta. Yo vivo en Madrid pero nací y me crié en Sevilla. Pueden pasar sólo un par de meses entre una visita y otra a mi vieja ciudad, pero siempre me asalta algún nuevo sentimiento relacionado con mis amigos, mi familia, la propia ciudad… que inevitablemente provoca cierta melancolía. Cuando hablamos, como en la novela, de un viaje en busca de nuestras raíces, sin duda ese viaje conllevará descubrimientos que, en ocasiones, dolerán. Aunque sólo sea por la tristeza de no haber conocido a ciertas personas o haber vivido determinados momentos; a veces, porque a través del pasado tomamos conciencia de nuestros errores del presente.
P.- Te vales del descubrimiento de la figura paterna como revulsivo para ahondar en la propia identidad de la persona. Pero tu novela va mucho más allá.
Mi idea inicial era contar el origen de Quiero la cabeza de Alfredo García, probablemente la película más dramática y angustiosa de Peckinpah. Aunque se conoce el origen de la historia quería especular con una versión alternativa, mucho más ligada al cineasta, a alguna experiencia que hubiese podido vivir en México. Pero poco a poco me di cuenta de que quería contar algo más, mucho más. De algún modo creo que empecé queriendo hablar sobre Peckinpah y terminé plasmando mi propia visión de algunos de los temas recurrentes en su obra, como la amistad, la familia, la violencia, la redención, los perdedores… Esta no es en absoluto una novela autobiográfica, mi parecido con el protagonista termina en el hecho de que es periodista, y sin embargo es una novela muy personal, que plasma de forma tan íntima mi manera de sentir, que me ha costado siete años dejarla salir a la luz. Siempre me he sentido muy vulnerable con ella. Aún tengo esa sensación.
P.- Vuelvo a Peckinpah, aquí Lonergan: su vida se dibuja a base de recuerdos y rodajes. ¿Es cuestión quizás de reclamar el hueco que le corresponde en la historia del cine?
No exactamente. De hecho, Lonergan toma de Peckinpah el armazón, y sin duda es él en un alto porcentaje, pero el corazón del personaje es un crisol de otros muchos artistas de los llamados malditos, desde los escritores Malcolm Lowry o Charles Bukowski a John Huston o incluso el rockero sevillano Silvio Fernández Melgarejo. La novela no busca resarcir a nadie, sino más bien tratar de comprender por qué un artista, capaz de dar forma a obras de gran belleza y emoción, apuesta por llevar su vida al límite, coqueteando continuamente con la muerte, como si la vida careciese de importancia y consecuencias más allá de los límites de sus creaciones.
P.- Novela que también puede leerse como un western donde las armas no son precisamente las protagonistas, pero sí las certeras y afiladas palabras…
Siempre me han gustado los diálogos. Creo que los dos autores que más me han influido son Ernest Hemingway y Cormac McCarthy, o en el caso español, Juan Madrid. También pesa mucho sin duda mi pasión por el cine. Personalmente, prefiero un buen diálogo a una buena narración. Además, me resulta más divertido a la hora de escribir. Es todo un desafío plantear uno de esos ‘duelos dialécticos’ que comentas, preparar la mejor ‘munición’ para cada personaje y dejarles ‘disparar’ a su antojo…
P.- Y también está el amor, como origen de frustraciones y también de posibles y renovadas ilusiones. ¿Quizás como única posibilidad de redención?
No creo, no al menos en la novela. El amor –entendido en el sentido de pareja– es algo fantástico, pero creo que es mucho más importante otro tipo de amor. O mejor dicho, otros tipos de amor. En la novela está el amor por los buenos y viejos amigos, por la familia, por el acto de creación artística, por la tierra, por los buenos momentos… Yo no podría vivir sin amor. Amor por tantas cosas y tantas personas… En el caso del protagonista, y en el de su autor, la única posibilidad de redención es intentar hacer mejor las cosas la próxima vez.
P.- Tras el enfrentamiento de familias (Vargas vs Aguilar) que se da en tu novela, se ocultan visos de ambición, corruptelas y rencores históricos. ¿En el profundo México se antojan aún más extremos esos choques?
No más extremos que en cualquier pueblo medio español. Creo que cuanto más pequeño es un grupo social más fácil es que queden cuentas pendientes, que se establezcan bandos, y del mismo modo, que se llegue a acuerdos tácitos para que toda esa tensión no estalle de forma dramática. Todo país, toda región tiene su Puerto Hurraco, sus Hatfields y McCoys.
P.- Se nota tu pasión por las películas del Oeste, pero también por México. Háblame un poco de ella.
¿Qué te hable sobre mi pasión por la frontera? Como dirían en una obra de Noël Coward: “Alguien debería preparar unos martinis”… Crecí viendo westerns con mis abuelos, al mismo tiempo que iba descubriendo la relación de éstos con el campo andaluz, su cariño por los caballos, etc. Y eso me llevó a México, que para mí era un western más cercano, donde los protagonistas tenían nombres latinos, bailaban flamenco –¡éste Hollywood tramposo!– y cosas así. Con el tiempo fui descubriendo otro México, el mismo que había seducido a Lowry, Peckinpah, Dylan, Kerouac, Kristofferson o Ambroce Bierce, quien antes de desaparecer en ese país dejó una nota que terminaba: “Ser un gringo viejo en México. ¡Ah, eso sí es eutanasia!”. Actualmente ese México es un lugar emocional más que real, donde el hombre aún conserva una naturaleza salvaje, capaz de lo mejor y lo peor, de la mayor belleza y la peor crueldad. Creo que esos artistas ponían rumbo a México porque representaba una sociedad libre de los prejuicios, reglas y criterios morales de la sociedad de la que provenían. Donde el hombre, de forma individual, volvía a ser responsable absoluto, para bien y para mal, de sus actos.
P.- Ya lo has hecho en algunas de tus novelas, pero ¿resulta complicado tomar personajes de la realidad y darles la adecuada pátina de ficción?
Creo que es difícil plasmar al ser humano, y no a su imagen. En la novela aparece por ejemplo Emilio ‘El Indio’ Fernández, actor y director mexicano fundamental. Hizo tantas películas y se ha contado tanto sobre él que uno puede retratar al mito o al hombre. Yo siempre apuesto por el hombre, y eso exige no sólo documentación sino intentar conocerlo de verdad, intentar comprender por qué pensaba o actuaba de una determinada manera para dotar al personaje literario de esos mismos impulsos.
P.- ¿Tienes ya algún nuevo proyecto narrativo entre manos?
Desde luego, varios. No puedo evitarlo. Estoy corrigiendo una novela que escribí el año pasado, una novela negra ambientada en la Sevilla actual, en la que abordo la lacra de la corrupción en las instituciones públicas y la falta de ética y moral de buena parte de la clase política. Por otro lado tengo tres posibles nuevas novelas sobre la mesa. En estos momentos estoy decidiendo por cuál me decanto.
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Por Benito Garrido (@benitogarridog).
Fotografía Chano del Río.
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