¡Oh, diabólica ficción!, por Max
Por Gema Nieto @GemaNieto81
¡Oh, diabólica ficción!, Max, La Cúpula, 2015
Permítaseme una pequeña y subjetiva apreciación inicial: desde sus primerísimas viñetas, ¡Oh, diabólica ficción! me ha parecido, más que un despliegue de afilado humor y certeras reflexiones sobre la carpintería interna de la ficción, la existencia, la representación de su problemática y el metalenguaje que la hace real (todo lo cual también), un auténtico homenaje a la literatura.
El creador (o descubridor) e inspirador de la ficción, esa «mentira que dice la verdad», en palabras de Juan Rulfo, no podía ser otro que un demonio (no es casualidad) embaucador e irresistible que adopta la forma de esa urraca en la que fueron convertidas las Piérides tras la revancha de las Musas.
Este demonio burlón que es uno y multitud, masculino y femenino, yin y yang, germen y movimiento del universo, totalidad y opuestos, locura y reflexión, es la musa de Homero, el Ismael de Melville, la voz sin rostro del Génesis que ordena que se haga la luz. Pero también el cieno de nuestras miserias, el fango más infecto del alma humana en el cual se atrevieron a internarse los románticos y los malditos para extraer los diamantes. Bucear en ese lodazal de la condición humana, como hace la urraca de Max, es lo que otorga la inspiración. Si la humanidad necesita de la ficción desde la noche de los tiempos en que pintábamos dibujos en las cavernas a la temblorosa luz del fuego recién descubierto, el diablo no dejará nunca de soplarnos al oído nuevas ideas, tramas y argumentos. Pero quizás antes su trabajo era más fácil, cuando sólo tenía que inspirar las grandes obras de la literatura. Ahora las peticiones se acumulan: guionistas, publicistas, tuiteros, incluso políticos reclaman a todas horas los favores del demonio cuentacuentos. Y la calidad, inevitablemente, se resiente, pese a que triunfen sus dones de saldillo como Las sombras de Grey, algo que ni siquiera él puede explicarse, y el público finalmente termine conociendo mejor la alineación de los futbolistas de la selección a los poetas de la Generación del 27. Quién dijo que los demonios no lloraban.
La inspiración, los lugares donde encontrarla y la recompensa de sus generosos frutos son el tema principal del libro, pero también la falta de ella figura como problemática imposible de eludir, tanto que a modo de carambola final, el diablo de la ficción también llega a enfrentarse al drama de la falta de ideas.
Después de presentarse y autorreivindicarse, el demonio urraca expone las leyes de la ficción: es transgresora, revolucionaria, libre. La buena ficción es capaz de plantear cuestiones incómodas, de crear incertidumbre, de derribar convenciones y poner en duda argumentos de autoridad. Esta parte en la que nos explica con ingenio los conceptos literarios más importantes (la suspensión de la credibilidad, los símbolos, la representación del tiempo y el espacio, la relación emisor-receptor, la evolución del gusto y la demanda del público, el papel de la crítica, la elección, que nunca es casual, de lenguaje, estilo, nombres y títulos…), a modo de curso acelerado de teoría de la literatura en viñetas, recuerda un tanto a Entender el cómic, la obra de referencia de Scott McCloud, si bien la de Max es una exposición más liviana aunque igualmente eficaz para comprender de un primer vistazo cómo funcionan los mecanismos de la ficción así como para callar las bocas de quienes siguen despreciando el cómic y considerándolo un género artístico menor. De hecho, la mejor manera de medir una mente abierta y sin prejuicios, nos confiesa la deslenguada urraca, es observando la reacción de cualquier lector ante un cómic.
Max firma una obra redonda como el taijitu y atravesada del blanco al negro por un carismático protagonista que refleja en su plumaje bicolor las mismas luces y sombras que las de los seres humanos a quienes inspira y engatusa. A este demonio, igual que el personaje perdido en el desierto de la historia que abre el libro, somos capaces de regalarle todas nuestras pertenencias e incluso nuestros órganos y miembros hasta quedarnos desposeídos y mutilados con tal de que regrese una noche más a seguir contándonos historias. Es la inversión de Sherezade, o su misma prolongación, porque qué le entregaba en pago el sultán durante cada una de las mil y una noches que pasó escuchándola si no era un pedazo de su propia vida. El náufrago del desierto que encuentra a la urraca ladrona no teme a la muerte, lo que le aterroriza es la falta de historias, el final absoluto. Que llegue una noche en la que el contador de cuentos no regrese a reclamarle nada. Porque la tortura no consiste en pagarle al demonio con nuestros ojos, nuestros dientes, nuestra sombra. No es el sufrimiento ni la pérdida. Es no tener más historias que escuchar. Mientras siga habiendo ficción podremos aguantar una noche más de sed. Mientras exista la literatura sobreviviremos.