La profesora de parvulario (2014), de Nadav Lapid
Por Miguel Martín Maestro.
¿Se puede hacer una película donde la poesía se transforme en personaje? ¿Se puede filmar la poesía sin caer en lo cursi? ¿Cabe la poesía en el cine sin transformar la imagen en algo poético? Pues Nadav Lapid lo ha intentado y lo ha conseguido, y lo dice alguien no especialmente sensible a la poesía, alguien que se pierde en la maraña de figuras literarias donde las palabras han de significar muchas otras cosas distintas a las literales, al que la sublimación de lo amoroso a través de versos le produce cierto rechazo, en el fondo, alguien como la inmensa mayoría de los que circulan por la película, alejados y ajenos al lenguaje poético. Pero Lapid no cae en el recurso fácil de rodear de bellas imágenes los poemas del niño protagonista, sino que las palabras calan en el espectador en medio de escenas de lo más prosaicas, con el niño yendo y viniendo como una fiera enjaulada para mantener la inspiración, como esos jóvenes musulmanes o judíos que aprenden las suras o el talmud a golpes rítmicos de su cuerpo.
Sólo tres personas, Yoav, el niño poeta de cinco años, Nira, la profesora de la guardería y Aaron, el tío del niño, pero sin contacto con él, son capaces de alcanzar la posibilidad de emocionarse con los poemas del pequeño. El primero sin llegar a entender el significado de lo que, como revelaciones místicas, va recitando de manera sorpresiva para que los adultos lo escriban, y los adultos extasiados por el poder de la palabra revelada y sorprendidos por la capacidad de quien no debería expresarse de esa manera cuando no conoce el significado de lo que dice. En un mundo donde la poesía y el poeta han sido barridos y destruidos, parecería aventurarse la llegada de un nuevo Mesías a un territorio donde, precisamente, se encuentra la tierra prometida. Israel y sus contrasentidos se proyectan alrededor de la historia del joven poeta y la atormentada profesora incapaz de poder salvaguardar esas dotes y de protegerlas.
A lo largo del metraje Lapid relacionará, con maestría, los momentos poéticos con la cotidianeidad de un país creado de la nada y en aluvión, donde el odio racial entre israelíes se manifiesta a través de los himnos deportivos de dos niños de cinco años que llaman nazis a los hinchas del equipo contrario y desean que se consuman en el fuego, donde la televisión es capaz de reírse de su propio pasado haciendo chistes sobre judíos y sobre Hitler, donde no es lo mismo ser un judío sefardí que un judío askenazi, donde ser negro y judío tiene el mismo peso racial que en el resto del mundo blanco ser negro. Las contradicciones de un país con un enorme peso laico donde lo religioso se inmiscuye subliminalmente en todo lo que interfiere en la vida de sus habitantes, donde el ejército es algo más que una institución y se ha transformado en una salida laboral que marca una diferencia de clases.
Lapid juega con la cámara haciéndonos comer el rostro de los personajes, sobre todo de los niños, la cámara alternará las alturas de los ojos de quien mira para comprobar cómo la realidad cambia según seas más alto o más bajo, pero el muro terminará siendo infranqueable porque no hay quien rompa la cuarta pared, esa que Nira ansía rebasar para encontrarse en otro mundo, huir a Egipto para salvar al nuevo Mesías que, sin embargo, no querrá ser salvado. No es tiempo para poesías, y lo que Nira entiende como su propia salvación personal, consciente de su escasa capacidad poética y su nula posibilidad de realización profesional y familiar, se transforma, finalmente, en su propia perdición, en su final, en el agotamiento de una salvación imposible. Frente a frente con su imagen, Nira no podrá hacer otra cosa que resignarse a perder una vez que es rechazada por el pequeño, que solicita ser salvado ante la impotencia de la profesora, un rechazo lleno de amor pero en el que el pequeño es consciente de que la vía adoptada por su profesora le conduce a su propio fracaso futuro.
Ser poeta en estos tiempos es convertirse en un perdedor, en un ser desgraciado y doliente, sufrir por culpa de los demás y sufrir por ser incapaz de comunicarte ya que nadie te entiende, en ese mundo donde se necesitan dos sueldos para poder cenar en los restaurantes del padre de Yoav, los sentimientos no se valoran, en ese mundo que es nuestro mundo, un mundo que vive de espaldas al amor sublime porque, quizá, no exista forma humana de conocer lo que eso significa. Como Yoav contesta cuando se le pregunta a uno de sus poemas, el principal que representa el leit motiv de la historia, el dedicado a Hagar (esposa de Abraham por cierto), él no sabe lo que es el amor, pero puede hablar del amor, del mismo modo que al decir que “Hagar es demasiado bella, demasiado para mí”, dice que para saber quién es Hagar hay que pensar en ella antes de oír las palabras.
Para Nira hay que salvar a este niño como sea porque es el futuro de la poesía, y para ello intentará rescatarle de la vacuidad, de los entornos que echen a perder su don, le enseñará a leer poesía y le explicará lo que no entienda, egoísmo personal o afán altruista, irá haciendo lo posible para que las personas que no ayuden al niño desaparezcan y ella se convierta en su mentora, pero, ¿preguntó a Yoav si quería ser salvado o si necesitaba ser salvado? Yoav tiene un don, de él depende usarlo cómo y cuando quiera, no abusemos de una presunta superioridad moral e intelectual cuando en nuestras enseñanzas mezclamos saber con superstición. Nira alcanza el éxtasis y la emoción oyendo las revelaciones poéticas del niño, pero después querrá que interprete a Judas Macabeo en una impropia clase de religión con música, o supuesta música. NO habrá más liberación real en la película que la que permiten tres extraordinarios momentos musicales, nunca más libre cada uno de los bailarines voluntarios que en esas escenas, fuerza vital alejada de corsés religiosos e intelectuales, los mismos ritmos con los que Yoav es salvado de su camino a Egipto.