El niño que se desnudó delante de una webcam, de Jose Serralvo
Por Ana March.
“Aquellas caras de mis personajes verdaderos, absurdos y verdaderos, ridículos y verdaderos, desesperados y verdaderos”.
Pier Paolo Pasolini
Uno de los temas que nos despierta más rabia y rechazo es el relacionado con el abuso sexual infantil, su fantasma está presente como una amenaza constante que nos impele a la vigilancia y el control de los menores, a la supervisión continua de las relaciones intergeneracionales. El pederasta se ha convertido en el nuevo monstruo, el catalizador de todos los temores e iras sociales.[1].
Esto bien lo sabe el abogado y escritor José Serralvo (Jerez de la Frontera, 1984) a quien su agente literaria rechazó sin leer el manuscrito de ‘El chico que se desnudó delante de una webcam’ (libro que acaba de publicar de la mano de Enrique Murillo y su editorial Libros del Lince) argumentando que el tema era tabú y que no debía usarse como trasfondo de una novela. El hecho bien podría pasar por una eventualidad producto de alguien cuyo criterio le impide discernir entre realidad y ficción, si no fuera porque ejemplifica a la perfección el miedo generalizado que instiga la pedofilia, incluso para alguien que trabaja dentro de la edición y entendemos, maneja con fluidez la distinción del juego literario.
El autor de la novela no se ha puesto en una posición cómoda, ha escogido examinar la herida, escarbar hacia la raíz de aquello que nos instiga nuestra mayor repulsa. Es algo que le viene de profesión, siendo como es miembro del Comité Internacional de la Cruz Roja con una dilatada trayectoria en misiones en África y América Latina… Por decirlo de alguna manera, Serralvo acostumbra lidiar con la dejación humana, pero lejos de concebir un artefacto literario de denuncia que se aúpe en el terror moral, el autor hace uso del bagaje de su propio instinto de supervivencia y profana sistemáticamente nuestra resistencia a pensar la pederastia, la pornografía, la violencia, el caudal lúbrico y de desasosiego que transita los márgenes afiebrados de la web y del mundo, mediante una prosa ágil, entretenida, cáustica, para perpetrar una ácida, y por momentos grotesca, crítica social. A la vez que nos plantea un juego psicológico del que resulta difícil salir indemne.
‘El niño que se desnudó delante de una webcam’ es la adaptación novelada de la historia real de Justin Berry, un joven estadounidense proveniente de una familia disfuncional que a los trece años y en plena aparición de la mensajería instantánea y las cámaras web, fue seducido por un pederasta a utilizar su cuerpo a cambio de objetos, de regalos, de dinero, lo cual luego lo lleva a convertirse (con la ayuda de su padre) en un empresario de sí mismo y a operar su propio portal de contenido para pederastas , llegando a someter a otros menores y ganando enormes sumas de dinero. Su caso cobró notoriedad en el año 2005, cuando Justin, con 18 años de edad y gracias al periodista Kurt Eichenwald y a un reportaje sobre explotación sexual infantil iniciado por el New York Times, se presta a cooperar en la captura de otros implicados en su empresa a cambio de inmunidad legal. Cuando su caso sale a la luz Justin es llamado a declarar como testigo ante el Congreso de los Estados Unidos, y es ésta confesión la que da inicio y vertebra la trama argumentativa que nos presenta José Serralvo.
Dave Timberthirdleg, el protagonista de ‘El niño que se desnudó delante de una webcam’, es un joven locuaz, excesivamente educado, que va narrándonos a nosotros, jueces imaginarios, con aparente indiferencia pero con un inmoderado interés por manipular nuestra percepción, el abyecto mundo del que proviene. Víctima de tratos vejatorios desde su más tierna infancia, su vida está marcada por el horror y la humillación, y resulta coherente en el devenir de sus declaraciones que termine convirtiéndose a su vez en un ser envilecido. El conflicto moral con el que nos enfrenta nos lleva a buscar evidencias que comulguen con nuestros prejuicios, pero no será fácil deliberar sobre la responsabilidad atribuible al protagonista, y todo juicio se verá siempre empañado por la certidumbre que ha sido primero la sociedad quien ha roto su compromiso para con él. Además del abuso sexual infantil, estriban sobre la novela temas de innegable interés para la reflexión deontológica: la hipersexualidad, la omnipresencia del porno y su función educadora en la adolescencia, el conflicto que entrañan las relaciones que se establecen de forma virtual, y las dificultades legislativas y de ética normativa que al posicionamiento liberal imponen los entresijos más abominables de la convulsión lúbrica del mundo. Un debate sobre el lado político del porno que, siendo España el segundo país del mundo en consumo de pornografía infantil, y el décimo en el uso de material sexualmente explícito, está demorándose. Una cuestión que, como advierte Ogien en su libro ‘Pensar el porno’, plantea múltiples problemas: económicos, sociológicos, psicológicos y jurídicos, pero también conceptuales, epistemológicos y morales:
“¿Saben Ustedes que un tercio de los niños americanos de diez años ha visto imágenes pornográficas en la red? ¿Y saben Ustedes que cuatro de cada cinco jóvenes de entre catorce y dieciséis años ven vídeos porno al menos una vez al día? Sé que nadie está libre de esta epidemia. Las mismas encuestas indican que el ochenta por ciento de los hombres de nuestro país consume este tipo de material con bastante frecuencia. Señor Presidente del Comité, Senadores y, si me lo permiten, amigos, yo sé que la mayoría de Ustedes, probablemente a escondidas de sus esposas, se hacen de vez en cuando una pajilla delante de las pantallas de sus ordenadores. Incluso un treinta por ciento de las Senadoras incurren en este mismo vicio. Ahora bien ¿se dan cuenta de que sus nietos están haciendo exactamente lo mismo? Peor aún: ¿son conscientes de que sus nietos, a los que con tanta alegría regalan McBooks con webcam incorporada, están expuestos a depredadores sexuales como Ron, Dominator, Dirty INDEED o Michael von Aschenarsch? Tengan en cuenta que no les estoy hablando de las imágenes edulcoradas que aparecían en las páginas de Playboy (…) ¿De verdad creen que es ésta es la clase de deriva que deseaban nuestros Padres Fundadores cuando decidieron proteger la libertad de expresión en la Primera Enmienda”.
El autor teje la trama con miríadas de detalles triviales, sensacionalistas, evanescentes, subordinados al todo. Con exceso de temas secundarios, de detalles periféricos y referenciales, va dando sus puntadas en busca de no dejar nada suelto y encontrar la complicidad con el lector, algo que por momentos vuelve al relato una chaqueta demasiado apretada para quien lee y obra en detrimento de la verosimilitud. Una manipulación que disgusta pero tras la que se esconde el acierto en esta novela. José Serralvo quiebra el régimen representativo usual, elije el recurso del narrador con déficit de credibilidad para urdir su complejo juego de iluminación, para instigar nuestras sospechas y hacernos saltar por encima del dolor, la compasión y la repugnancia que la historia nos confiere, perseverar en busca de evidencias que nos ayuden a desentrañar lo que esconde la pedantería y la desproporción que desprende por momentos el protagonista al hablar, ver qué hay detrás de nuestra impresión de que falta sutileza al juego de equilibrios, lo que hace que la voz del narrador no termine de convencernos.
‘El chico que se desnudó delante de una webcam’ se asienta sobre un fermento literario que exhorta a no quitarle los ojos de encima, que instiga la curiosidad. Guiando nuestra atención a través de una historia sórdida, sin imponernos el arbitrio de recursos sensibleros mañidos, apresándonos en un malicioso –y por momentos delirante- juego de refracciones, Serralvo erige una crítica mordaz al modelo cultural imperante que encuentra su identidad en el placer y el consumo, sin detenerse a pensar en términos éticos o morales, y que cuando lo hace, vemos, queda atrapado en su propia insuficiencia. Construyendo un retrato grotesco, confronta nuestra sociedad con el devenir de sus propias contradicciones, con el nicho de sus deformaciones y su hipocresía, y con lo que más tiene de execrable, aquello de lo que la sociedad aparta lo ojos con indiferencia, con temor o con desprecio. El ser humano en su retrato más salvaje: seres desequilibrados, en crisis permanente, atenazados por la violencia, la droga, y una lascivia enfermiza, conforman este particular circo de los horrores, con el símbolo del niño gravitando como destinatario de todo ese bagaje de despropósitos y degradaciones, la víctima que termina identificándose con su agresor y se convierte en victimaria, alguien que acepta las reglas del juego que se le ofrece y que, en aras de sobrevivir a un mundo hostil, como buen discípulo, se convierte en su peor monstruo.
Pero, ¿cómo juzgarle? el veredicto es difícil de asumir. En busca de la esencia del hombre, sin moralinas ni sociología de la desviación, Serralvo nos guía por este mundo sórdido sin dejarnos sucumbir al desaliento, sino animándonos, con una mueca que se contorsiona entre la ironía y la congoja, a pensar más allá de la arbitrariedad de nuestros prejuicios, de esa división que hacemos del mundo entre honrados y delincuentes, entre buenos y malos, y asumir las complejas líneas de sombra que conforman nuestra esencia humana.
[1] Layla Martínez, (sexualidad intantil y control social: el discurso del abuso como método de disciplinamiento, piedra papel libros, 2014).