Cherry Pie (2013), de Lorenz Merz
Por Miguel Martín Maestro.
Áspera, cortante, desabrida, hosca, ruda, así es la película y así es el personaje de Zoé, protagonista absoluta y casi única de la película, con su presencia permanente en pantalla, acompañada en pocos pasajes por algún que otro personaje accesorio y de intervención mínima y que sirven para enfrentar a Zoé con su pasado, con sus carencias, con lo que le gustaría tener en este momento. Los “cherry pie” son el único complemento placentero de un viaje agónico, esos pasteles de cereza que come tras su huida (no sabemos si desde algún lugar de Francia o Suiza) desde un lugar francófono a las inmediaciones de Brighton en el Reino Unido, para cumplir el propósito anunciado en los primeros minutos de película. Ni la masturbación es placentera para Zoé, porque esos momentos despiertan un recuerdo en el que una mano masculina la toca y la excita, una mano masculina en la que, entendemos, se esconde el germen de la autodestrucción.
Narrada en breves episodios del 1 al 7 y vuelta al 1, que en este caso significa llegar al final, al lugar bello en el que fundirse y desaparecer, Zoé avanza al inicio a pasos entrecortados, cojeando, moverse por el mundo no es fácil, esa huida inicial está plagada de dificultades, como un peso invisible hay algo que dificulta la marcha. Ese andar entrecortado de los primeros episodios, la búsqueda inútil de una solidaridad que no se pide y nadie sabe entender, nos coloca delante de uno de esos personajes a los que la vida sitúa en una tesitura de absoluta y continua desgracia, absoluta e imposible ruina, una vida sin alicientes y sin respiro, una sucesión de agonías que deja sin aliento a cualquier persona, porque “cherry pie” es la conclusión, el colofón a todo ese suceder de hechos infamantes que, pese a la juventud de la protagonista, impiden cualquier optimismo. En ese sentido la protagonista de Cherry Pie se emparentaría con el reciente estreno español El camino más largo para volver a casa. Son personajes que abandonan su entorno sin saber muy bien a dónde dirigirse, deambulan sin rumbo porque han perdido su hogar, su referencia, da lo mismo dormir en el suelo o en una casa ajena, les resulta indiferente si alguien les recoge en autostop o si nadie quiere ayudarles con la carga porque, en el fondo, saben que la carga que les acompaña no es compartible ni superable.
Al final acompañamos a Zoé sin esperanzas, cámara nerviosa, planos desestructurados, ritmo sincopado, una mente herida y quizás enferma a la que nadie puede ayudar porque ha perdido toda esperanza en sí misma y en los que la rodean, por eso escapar de su lengua, de su entorno, de su ambiente, es una forma de alcanzar una última libertad, encontrarse en situación para poder llevar a cabo su decisión inicial sin los condicionamientos conocidos. Un bello paisaje marino todo lo puede curar, un pañuelo al aire sobrevolando el gris cielo británico nos recuerda cuál era el objetivo de Zoé, al final consiguió su libertad, pagando un precio alto, eso es cierto.