Fernando Pessoa: «Ética y estética de la indiferencia»
«Ante cada cosa, lo que el soñador ha de procurar sentir es la nítida indiferencia que esa cosa, en cuanto tal, le provocó.
Saber, con una inmediatez instintiva, abstraer de cada objeto o acontecimiento lo que pueda tener de soñable, dejando muerto en el Mundo Exterior todo lo que tenga de real -eso es lo que el sabio debe procurar realizar en sí mismo.
No sentir nunca sinceramente los propios sentimientos, y elevar su pálido triunfo hasta el punto de mirar indiferentemente a sus propias ambiciones, ansias y deseos; pasar por sus alegrías y angustias como quien pasa por encima de quien no le interesa.
El mayor dominio de sí mismo es la indiferencia hacia uno mismo, teniendo el alma y el cuerpo por la casa y la quinta donde el Destino quiso que pasáramos la vida.
Tratar sus más profundos sueños y sus deseos más íntimos altivamente, en grand seigneur, poniendo una íntima delicadeza en no reparar en ellos. Tener un pudor de sí mismo; darse cuenta de que en nuestra presencia no estamos solos, que somos testigos de nosotros mismos, y que por eso importa actuar ante nosotros como ante un extraños, con una estudiada y serena actitud exterior, indiferente por noble y fría por indiferente.
Para no rebajarnos a nuestros propios ojos, basta con que nos habituemos a no tener ambiciones ni pasiones, ni deseos ni esperanzas, ni impulsos ni desasosiegos. Para conseguir esto, recordemos siempre que estamos siempre en nuestra presencia, que nunca estamos solos, para que así podamos encontrarnos a gusto. Así, dominarnos el tener pasiones y ambiciones, porque pasiones y ambiciones son tanto como quedarnos sin escudo; no tendremos deseos ni esperanzas, porque deseos y esperanzas son gestos bajos y carentes de elegancia; no tendremos impulsos y desasosiegos, porque la precipitación es una indelicadeza para con la mirada de los otros, y la impaciencia es siempre una grosería.
El aristócrata es aquel que nunca olvida que no está solo nunca; por eso las normas y los protocolos son una privilegio de las aristocracias. Interioricemos al aristócrata. Arranquémoslo de los salones y de los jardines pasándolo al interior de nuestra alma y de nuestra conciencia de existir. Estemos siempre ante nosotros mismos siguiendo normas y protocolos, con gestos estudiados y dirigidos a los otros.
Cada uno de nosotros es toda una sociedad, un barrio entero del Misterio; conviene que al menos hagamos elegante y distinguida la vida de ese barrio, que en las fiestas de nuestras sensaciones haya exquisitez y recato, porque es sobria la cortesía en los banquetes de nuestros pensamientos. En torno a nosotros podrán las otras almas alzarse en sus barrios sucios y miserables; marquemos con toda claridad los límites donde comienza y acaba el nuestro, y que desde las fachadas de nuestros edificios hasta las alcobas de nuestras timideces todo sea noble y sereno, esculpido con una sobriedad de exhibición, casi en sordina.
Saber encontrar a cada sensación la manera serena de realizarse. Que hacer el amor se resuma en una simple sombra de ser sueño de amor, pálido y trémulo intervalo entre las crestas de dos pequeñas olas batidas por la luz de la luna. Transformar el deseo en una cosa inútil e inofensiva, en algo como una sonrisa delicada del alma a solas consigo misma; hacer de ella una cosa que nunca piense en realizarse ni en decirse. Al odio, adormecerlo como a una serpiente prisionera, y decirle al miedo que de sus gestos espectaculares conserve nada más la agonía en su mirada, y en la mirada de nuestra alma, única actitud compatible con el ser estética».
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«Hemos de mantenernos indiferentes ante la verdad o la mentira de todas las religiones, de todas las filosofías, de todas las hipótesis inútilmente verificables a las que llamamos ciencias. Tampoco nos ha de preocupar el destino de la llamada humanidad, o lo que pueda sufrir o no sufrir en su conjunto. Caridad sí, con el «prójimo», como se dice en el Evangelio, y no con el hombre de quien en él no se habla. Y todos, hasta cierto punto, somos así: ¿qué nos preocupa, al mejor de nosotros, una masacre en China? Más nos duele, a lo que en nosotros sea más capaz de imaginar, la bofetada injusta que vimos darle en la calle a un niño».
(Fuente: «El libro del desasosiego», Fernando Pessoa, parágrafos 428 y 447)