Cuando Scott Fitzgerald se arrodilló a los pies de su amado James Joyce
Por Alejandro Gamero (@alexsisifo)
De un encuentro entre dos gigantes de la literatura uno espera que, como mínimo, salten chispas. Sin embargo, si se deja a un lado el mito del escritor genial, ingenioso o excéntrico, se descubre que en estas reuniones a veces no solo no saltan chispas sino que ni siquiera hay nada digno de relatar. Ocurrió la madrugada del 19 de mayo de 1922, en una cena en la que se conocieron Marcel Proust y James Joyce y a la que además asistían Pablo Picasso e Ígor Stravinsky. Fue un verdadero desastre del que no se sacó nada de provecho. Pero Joyce, que vivía en París desde mediados de 1920 atraído por Ezra Pound ‒en principio venía a pasar una semana y se quedó veinte años‒, tuvo ocasión de reunirse con muchos de los autores de la Generación Perdida que poblaban la bohemia parisina de la década de los veinte. Entre ellos, y con muchísimo más éxito que con Proust, compartió una cena ‒bastante curiosa‒ con F. Scott Fitzgerald.
Scott Fitzgerald consideraba a Joyce el maestro de la novela moderna. En palabras de Sylvia Beach, primera editoria del Ulises y dueña de la librería Shakespeare and Company, Fitzgerald «adoraba a James Joyce, pero tenía miedo de acercarse a él». Así que en 1928 decidió ayudar a Fitzgerald a conocer a su ídolo y organizó una cena para que ambos escritores pudieran conocerse. A la cena, que tuvo lugar el 27 de junio, asistieron además del matrimonio Joyce y del matrimonio Fitzgerald, la propia Beach, su compañera y amante Adrienne Monnier, el escritor André Chamson, su esposa y el escritor Herbert Gorman, que acabaría convirtiéndose en el primer biógrafo de Joyce.
Beach, que recuerda el encuentro en sus memorias, omite muchos de los detalles de la reunión, así que algunos de los sucesos están envueltos en un halo de leyenda. Si se conoce gran parte de lo ocurrido en esa cena se debe sobre todo al testimonio de Gorman. Según cuenta, Fitzgerald estaba tan nervioso y emocionado que se refirió a la cena como el «Festival de San James» y cuando estuvo delante de Joyce se arrodilló a sus pies y besándole la mano le dijo: «¿Qué se siente al ser un gran genio, señor? Estoy tan emocionado de verlo, señor, que podría llorar». En su historia de la literatura Noel Riley Fitch explica que el escritor norteamericano se ofreció a mostrar su estima por el escritor irlandés saltando por la ventana. También se dice que Fitzgerald había estado coqueteando con Nora Barnacle durante toda la noche y que amenazó con tirarse si esta no declaraba que le quería. Todo de broma, claro está, porque lo más probable es que los desvaríos de Fitzgerald fueran producidos por un exceso de champán.
Hubo además un intercambio de obras maestras autografiadas. Fitzgerald no perdió la oportunidad de llevar a la cena una copia del Ulises, para que se la firmara su ídolo, y también le entregó a Joyce una copia firmada de El gran Gatsby, junto con un dibujo de la velada hecho por él mismo, en el que se ve a un beatífico Joyce con la cabeza nimbada, al propio Fitzgerald arrodillado a sus pies y a Sylvia Beach y a Adrienne Monnier en los extremos de la mesa, como anfitrionas, convertidas en sirenas.
Más tarde Joyce le diría a Beach sobre Fitzgerald que aquel joven debía de estar loco si estaba dispuesto a hacerse daño a sí mismo, pero le agradó aquella mezcla de exuberancia americana con encanto del viejo mundo. Cuando Fitzgerald le mandó una copia de Retrato del artista adolescente pidiéndole una dedicatoria, Joyce se lo devolvió con una nota que decía: «He aquí el libro que me dio, firmado, y añado el Retrato del artista adolescente con el pensamiento de su muy agradecido pero más vergonzoso invitado».
Por cierto que Zelda Fitzgerald no compartía el entusiasmo de su marido por Joyce. En 1930, después de su primera ruptura, Zelda le pidió recomendación a Scott para elegir algunos libros y le dijo: «He estado leyendo a Joyce y lo encuentro una pesadilla en mi condición actual y… También a Lawrence y a Virginia Woolf o cualquiera que escriba sumergiendo los hilos rotos de sus cabezas en la tinta de la historia literaria». Casualidades de la vida, varios años más tarde la hija de Joyce, Lucia, tendría el mismo psiquiatra que Zelda, ambas estuvieron un tiempo en la misma clínica en Ginebra y se les diagnosticó esquizofrenia.