El tópico de “la muerte de la ficción” quizá no sea del todo nuevo, al menos no para quienes se encuentran de algún modo cercanon a las formas en que la sociedad contemporánea hace suyo el recurso inmemorial que se opone a la realidad de las cosas, esa otra manera de mirar el mundo diferente a como todos dicen que es.

Parece contradictorio, sin embargo, decir que esta habilidad casi consustancial al ser humano se encuentra en crisis y se ha vuelto imposible de practicar en el mundo contemporáneo.

En buena medida el debate se refiere a la ficción literaria, en la cual parece que ya no hay espacio, como en otras épocas, para el riesgo que suponía dar a la publicación obras de la talla de El hombre sin atributos, En busca del tiempo perdido o incluso piezas todavía más desafiantes y quizá hasta condenadas al fracaso comercial (¿pero no era esa la menor de su preocupaciones?) como los ejercicios formales de Raymond Queneau o los novelistas del nouveau roman.

Con todo, cabría preguntarse si esta no es una idealización del pasado y, como Roberto Calasso dice al respecto del mundo de la edición, la verdad es que “los tiempos son siempre difíciles”.

Sea como fuere, las condiciones de nuestra época parecerían propicias para un renacimiento de la literatura, en cualquiera de sus formas. Con los modernos medios de publicación y difusión, cuyo acceso, con Internet y las computadoras, se ha vuelto horizontal y asequible, parecería lógico que la ficción literaria se viera multiplicada, sobre todo teniendo en cuenta que, al menos desde el Romanticismo, las personas con pretensiones literarias se encuentran entre el común de la gente —de ahí también que por tanto tiempo, en concordancia con los burgueses y su cultura del esfuerzo, la posibilidad de publicación haya estado monopolizada por unos cuantos.

Visto objetivamente, la premisa también tiene algo de lamento conservador por parte de una élite exquisita, sibaritas de la palabra escritas para quienes las millones de copias vendidas de libros como Harry Potter, 50 Shades of Grey o incluso los del innombrable Paulo Coelho son un cero a la izquierda al momento de contabilizar el progreso de la literatura. ¿O alguien negará que la invención de J. K. Rowling es ficción literaria? ¿Alguien podrá decir que aun con la febril fascinación que sus títulos despertaron en todo el mundo la ficción literaria se encuentra en crisis? ¿Cuál es la diferencia entre esta febrilidad y la que atacó a los lectores de libros de caballería en la España del siglo XVI? ¿De verdad el Amadís de Gaula es sustancialmente superior a Harry Potter —literariamente hablando? ¿No son ambos una adecuación popular y al alcance de cualquiera de motivos inventados en otro momento por la alta literatura?

Quizá, en el fondo, esta no sea más que la manifestación contemporánea de ese dilema ya más o menos antiguo (presente siempre desde la irrupción de los medios de comunicación masiva) entre el gusto popular y la calidad literaria. En este sentido, el excéntrico filósofo colombiano Nicolás Gómez Dávila escribió alguna vez, con ecos de T. W. Adorno, lo siguiente: “Cada día resulta más fácil saber lo que debemos despreciar: lo que el moderno aprecia y el periodista elogia”.

Pero incluso nuestra época ha conocido el fenómeno Murakami, un autor que parece tener credenciales suficientes para colarse al canon de la literatura del siglo XXI, a pesar de los millones de lectores que acarrea consigo. Se dirá que existe un abismo de diferencia entre algo como Tokio Blues y Crónica del pájaro que da cuerda al mundo, pero, ¿es que existe el escritor que haya dado a la imprenta únicamente obras geniales? “Es fama que después de cantar la guerra de Ilión, [Homero] cantó la guerra de las ranas y los ratones”.

Cabría preguntarnos entonces al menos dos cosas. La primera, si esta supuesta “muerte de la ficción” no es más que el lloriqueo de unos cuantos puristas que quisieran ver los estantes poblados de los nuevos Joyce, los Beckett de nuestro tiempo, como si persiguieran también el fatuo honor de ser los primeros en descubrirlos y defenderlos de la condena general. Pero si esto fuera, quizá las cosas se invertiría y, entre tanta vanguardia, lo normal sería lo sorprendente. Cómo saberlo.

Por otro lado, puede ser posible que aun con el amplio discurso de renovación que caracteriza nuestro tiempo, con el supuesto de que invenciones como Internet están transformando radicalmente nuestra cultura (en sentido amplio), en aspectos como este sigamos aferrados a los viejos criterios del pasado, a no ver que es perfectamente posible, con el alcance de Internet y sus medios derivados, que alguien cumpla con todos los requerimientos de calidad literaria y, al mismo tiempo, sea suficientemente hábil para darse a conocer y colarse en el gusto multitudinario.

¿Por qué no podría ser esto posible?

Sobre el mismo tema, The Death of Literary Fiction?, de David Gaughran, en el sitio IndieReader.