Cine y literatura
Desde su nacimiento, el cinematógrafo ha echado mano de la literatura. Novelas, obras de teatro y cuentos han sido utilizados para confeccionar películas. A su vez, la prosa narrativa tomó del cine muchos de sus recursos para modernizarse radicalmente. La novela del siglo XX está en deuda con la cinematografía y al revés.
A pesar de que son lenguajes distintos (el cine son imágenes y movimiento, la literatura, palabras), ambas estéticas insisten en aprovecharse mutuamente. De esta manera, digamos, la cinematografía no deja libro exitoso sin convertirlo en guión y filmarlo, dejando con frecuencia poco de la obra literaria valiosa. Tengo la impresión de que raras veces la película basada en novelas o cuentos consigue superarlos. Balzac, Tolstoi, Verne, Dostoievski, Víctor Hugo, Dickens, Austen, Hemingway, por citar a unos cuantos de los autores más adaptados, para la pantalla han perdido buena parte de sus altísimos méritos, si acaso supervive el argumento. Al llevar a La guerra y la paz, de Tolstoi, al cine, por más correcta y respetuosa que sea la adaptación, no queda mucho de lo que su autor pretendió decir. Para no perder detalle de la obra maestra literaria habría que filmar muchas horas y pocos espectadores resistirían una rigurosa presentación cinematográfica de la novela épica. Por ello, quizá, se presten más al cine las novelas cortas. Pienso en El viejo y el mar, de Hemingway, o en El gran Gatsby, de Fitzgerald.
De todas maneras —y aunque el novelista narre fascinantes aventuras, sea un autor de acción— no es fácil gozar el texto literario y luego quedar satisfecho con el filme. Cada vez que voy al cine a ver una novela convertida en película regreso con la sensación de fracaso. Aunque no siempre: me emocioné con Muerte en Venecia, de Visconti, por la belleza plástica y el soporte musical de Mahler. Asimismo me gustó mucho Tom Jones, aunque no sobrevivió gran cosa de la novela de Henry Fielding.
Contamos por cientos los autores que han sido francamente vejados por el cine: entre ellos están Edgar Allan Poe y H.P. Lovecraft. Siendo generosos se podrían salvar Los crímenes de la rue Morgue y La caída de la casa Usher, de Poe, y nada de Lovecraft: aun en tiempos de alta tecnología y magníficos trucos, sus atroces invenciones y el terror que inspiran sus relatos no han podido pasar exitosamente a la pantalla.
Algunos especialistas afirman que la novela es el género más afín al cine “por su amplitud de acción, pero sobre todo por su capacidad de manejar libremente el tiempo”. Tal vez. Sólo que por más afinidades que haya, si no hay un excelente guionista, la adaptación terminará en un inmenso fracaso, como la mayoría de las novelas y cuentos llevados al cine.
El teatro, es obvio, está más cerca de la cinematografía que la novela. Por ello, Shakespeare o Tennessee Williams han sido mejor captados que Cervantes y William Faulkner. Pero dentro de la literatura hay un género, el policiaco, que cuenta con un público fiel y esta pasmosa fidelidad ha pasado a las salas cinematográficas.
Desde Dashiell Hammett y su célebre El halcón maltés, asombrosamente interpretado por Humphrey Bogart, y aun antes con películas basadas en las novelas de Arthur Conan Doyle, el espectador-lector y el lector-espectador (de los dos tenemos) han sufrido con sus héroes y odiado a los villanos, pese a que los primeros se han ido haciendo cada vez más rudos y brutales. Ya Mike Hammer era un ser violento y James Bond lo es en demasía. El cine y la televisión lanzaron a Mike Spillane y a Ian Flemming a la popularidad. Sus fórmulas son sencillas: imposible darle armas convencionales a los héroes policiacos ni tampoco tramas fáciles de seguir, a cambio, sexo y rudeza. Sólo Agatha Christie desoyó la nueva manera de conseguir el éxito y siguió escribiendo novelas en las que los héroes son, prácticamente, incapaces de tomar un arma. Como Sherlock Holmes, preferían la inteligencia, la lógica deductiva y los claustros.
Ignoro qué tanto Raymond Radiguet, de haber vivido, estaría satisfecho con los resultados de Claude Autant Lara al llevar a la pantalla El diablo en el cuerpo, una de las grandes novelas del siglo XX, escrita por un joven que no cumplía 20 años, por cierto amigo íntimo de Jean Cocteau, cuyo cine era arte puro. De lo que sí estoy seguro es que el genio de Alfred Hitchcock logró superar el relato Los pájaros, de Daphne du Maurier, y que a cambio la cinta Naranja mecánica provocó malestar en Anthony Burgess.
Hay autores que jamás podrían ir al cine. Algunos son Borges, Joyce y Proust, o el Breton de Nadja. Se perdería la hermosura de sus textos literarios y sus personajes nada ganarían con el movimiento. Tengo la impresión de que Kafka jamás ha sido captado por un cineasta, ni siquiera por Orson Wells. A cambio, es probable que el complejo T. H. Lawrence hubiera disfrutado Lawrence de Arabia, de David Lean, de memorable reparto, basada en su libro Los siete pilares de la sabiduría. Algo semejante pudo ocurrir con Espartaco, filme edificado a partir del trabajo literario de Howard Fast. En fin, el tema es largo y complejo, polémico.
Fuente: Excelsior, por René Avilés Fabila