La mirada atenta de Santiago Sylvester
“Perro de laboratorio” seguido de “Libro de viaje”
Santiado Sylvester
Amargord ediciones, Colección Transatlántica, Madrid, 2014
La mirada atenta de Santiago Sylvester
Por Niall Binns
El arte “no es a fin de cuentas sino atención enfocada”, escribió José Emilio Pacheco en una poética de los años noventa. No lo es siempre, por supuesto, pero puede serlo: mirada atenta, atención enfocada. “Pasamos por el mundo sin darnos cuenta, / sin verlo, / como si no estuviera allí o no fuéramos parte / infinitesimal de todo esto”, dice Pacheco. El arte, como ya lo sabían los románticos ingleses y los formalistas rusos, sirve para abrirnos los ojos a los lectores; permite que volvamos a ver el mundo, y a lo mejor, después de verlo, que volvamos a hacerlo habitable.
José Emilio Pacheco y Santiago Sylvester tienen poco que ver como poetas, pero comparten a veces un mismo tono frío, distanciado, y casi siempre también esa mirada atenta. Lo que me interesa aquí es la forma, muy peculiar, con que enfoca la atención la poesía de Santiago Sylvester.
En el extraordinario Perro de laboratorio, el primero de los dos libros aquí recopilados –un hito más en la cada vez más imponente Colección Transatlántica, dirigida por Juan Soros para la editorial Amargord–, el hablante-narrador enfoca su atención en dos personajes, retratados cada uno a través de su mirada. Allí está la mirada atenta, auscultadora, del hombre de blanco que trabaja en el laboratorio; y está también el perro, objeto de experimentos que lo trastornan, mutilándole memoria, sentidos y emociones, y que “mira todo atentamente, / con una atención / que no puede entender ni controlar”.
La mirada trastornada del perro de laboratorio registra intentando en vano comprender su entorno. Devastado por el dolor, la incomprensión y la perturbación calculada a la que se ve sometido, intenta evadirse mirando también hacia dentro y logra o no logra reconstruir, con la memoria y el deseo, una existencia en la que un lugar no era lugar sino casa, las paredes eran refugio y la soledad era vínculo. El ojo del poeta-narrador registra los esfuerzos de registrar y evadirse del perro, y es implacable en el ejercicio brutal de una ironía que algo tiene, a pesar suyo quizá, de ternura. Es la ironía que reescribe a Heráclito cuando el hombre de blanco, “luego de apiadarse [del perro], lo ata, / ausculta, desinfecta, / prepara los detalles: no siente piedad / dos veces por el mismo perro”; la ironía con la que “acaricia el lomo, ausculta / las pulsaciones / y hurga el pulmón / después de separar la piel del huesos”; la ironía del aire que rodea atentamente al perro, de la bandeja de pinzas que lo espera atentamente y de la luz que lo ilumina atentamente cegándolo; la ironía de versos que dicen: “Nadie pregunta por él, ni siquiera / por el perro anónimo que es”; o bien, la ironía de la imagen del perro que “se ovilla en un rincón, / responsable como un feto”.
Perro de laboratorio habla del maltrato animal y por extensión, por analogía, de la dictadura, del mecanismo institucionalizado de la tortura, de la deshumanización de los hombres de blanco, de verdugos convertidos en víctimas de su propia violencia. Habla, a la vez, de la deshumanización del que lo mira todo y no sabe o no quiere o no puede actuar, y de la claustrofobia del que vive atrapado, asfixiado, y naufraga en sus intentos de evasión.
El perro del laboratorio sabe que “el ojo es ciego, / la oreja sorda / y la tierra redonda, estúpida e inmortal”. Libro de viaje, que fue publicado en 1982 y es un libro anterior, cinco años más joven –aunque posterior en esta nueva edición– que Perro de laboratorio, hablaba también de la estupidez, en el poema “Las cartas”: “La crueldad es estúpida; la estupidez no tiene solución”. Hay dos fechas a pie de poema en este Libro de viaje que señalan, con claridad, cuáles son exactamente la crueldad y la estupidez desencadenantes de la escritura. El poema “La época en la noche” está fechado “San Lorenzo, 1976” y habla de la angustia del yo escritor en un Buenos Aires preso de la violencia: “Acosados en nuestra propia casa / (mientras dormimos, y padecemos insomnio, / y deambulamos por la oscuridad) / sentimos el sobresalto cada vez más hondo / de ser los encargados de resucitar a las palabras que mueren / y no terminan de callar”. El segundo poema, “El balance”, lleva como fecha “1978”, el año, aparentemente, en que el yo y su familia han abandonado el país natal: “Hemos cambiado de ciudad, de ropa, / de costumbres”.
Pero lo que me interesa aquí son otros versos, los que dicen: “Hay una lucidez que hemos perdido / (para siempre, como ocurre / cada vez que perdemos lucidez) / y no es posible saber en qué momento / comenzó el error”. Lucidez: la capacidad de ver, de expresarse y de razonar con claridad. Esa pérdida de lucidez –simultánea, quizá, a la pérdida palpable de la Argentina que se soñaba– es, creo yo, el impulso básico en todo lo que escribe Santiago Sylvester. Su obsesión con la mirada es la obsesión de alguien que quiere ver, que aspira a acceder a una comprensión iluminadora. Pero el afán de comprensión en estos dos libros –a pesar de la “precisión desnuda y discursiva”, señalada por Pedro Provencio en el prólogo, que “imprime carácter de convicción a sus palabras más objetivistas”– desemboca en aporía, en la paradoja y la perplejidad. La iluminación no llega.
Libro de viaje comienza con un poema impresionante, “Las casas”, que es un primer esfuerzo del desterrado por dar sentido a tanta mudanza, por hilar una narración capaz de combatir la desestructuración de su vida, que acarrea, ineludiblemente quizá, una desestructuración de la visión del mundo. Allí está el yo, en un poema como “La ventana”, enfocando la mirada para empezar a registrar, apresar con los sentidos e intentar comprender el nuevo país en que le ha tocado vivir, a descubrir su orden o bien las fallas ocultas subyacentes bajo la pátina de armonía: “Este es el inventario si se mira / desde esta ventana del cuarto piso: / un pájaro en una jaula, una mujer que lava, / revoques, conversaciones, el olor de la pescadería. / Alguien canta por ahí / y la mañana se encarga del resto. / Por la noche llegan luces, / detalles, pedazos de una escena inestable”.
La mirada atenta de Santiago Sylvester no se encamina hacia las inquisiciones culturales y literarias de José Emilio Pacheco y es ajena a las advertencias de un inminente cataclismo ecológico que abundan en la obra del mexicano. Es una mirada que se afianza, en su frágil urgencia, en estos libros escritos en tiempos de dictadura y destierro, fraguándose en la conciencia de una mutilación existencial, de un desajuste de la identidad, y de la impotencia del que lucha por ver y comprender un mundo ajeno e inapresable. La historia cambiará, la dictadura y el destierro llegarán a su fin, pero permanecerá esa inquietud de raíz tras la mirada reflexiva, escrutadora, que predomina en algunos de los grandes libros posteriores de Santiago Sylvester, como Café Bretaña (1994) y El reloj biológico (2007); una mirada que pregunta pero rehúye las respuestas porque, como se dice en un poema de La palabra y (2010): “no se trata de llegar a una conclusión: cualquiera / tiene una conclusión; / sino de seguir en estos valles / con ninguna”.