Cien años de Welles
Por José Luis Muñoz.
Hace cien años, el 6 de mayo de 1915, nacía en Kenosha, Wisconsin, Orson Welles, quien, para muchos, está considerado como uno de los mejores directores de todos los tiempos. Actor precoz—a los tres años se subió ya a un escenario—, radiofonista—su retransmisión de La guerra de los mundos de otro Wells, H.G., provocó el caos en su crédulo país y facilitó su carrera cinematográfica—y director, fue un hombre de un ego tan gigantesco como su figura de un metro ochenta y tres centímetros de estatura y que, como todo genio, no fue debidamente comprendido en su país de origen. Orson Welles era un creador cinematográfico en un país en el que el cine es, fundamentalmente, industria, así es que bien pronto se topó con ella. He invertido un 2% en hacer películas y un 98 % en trapichear para conseguir dinero, se quejaba con amargura.
Lo de que los artistas mejoran con los años no casaba con el genio de Orson Welles. Su Ciudadano Kane, en donde estaba a uno y otro lado de la cámara, jovencísimo, es considerada con unanimidad una de las mejores películas de la historia del cine. En ese primer film, barroco y desbordante, narrado con precisión matemática—ganó su único Oscar por el guion—, Orson Welles retrataba de forma indisimulada la vida de un gran magnate de la prensa norteamericana, el cuarto poder, William Randolph Hearts, el que fabuló el hundimiento del Maine en La Habana para que Estados Unidos se apropiara de Cuba tras declarar la guerra a España, el abuelo de la guerrillera simbiótica Patricia Hearts que, tras unos años de revolución, volvió al redil burgués de dónde salió. Puede que William Randolph Hearts no le perdonara nunca a Orson Welles el retrato que hizo de él y cabe suponerlo muy cabreado cuando vio cómo le gastaba el genio cinematográfico una pesada broma a costa de su Rosebud, la denominación familiar que empleaba el magnate de la prensa cuando se refería a la vagina de su amante. Así es que Rosebud, esa misteriosa palabra que pronuncia el protagonista de la película en su lecho de muerte, nunca fue ese trineo que le recordaba a Kane su infancia perdida sino el sexo de la amante del ciudadano Hearts.
Empecé en lo más alto y después he ido cayendo, diría, no sin razón. Casi nunca alcanzó esa perfección cinematográfica Orson Welles después de esa extraordinaria opera prima, pero sí dejó un buen puñado de obras maestras entre las que destacaría una de las películas de cine negro más extraordinarias jamás rodadas, Sed de mal, para la que se reservó el papel del policía malvado Quinlan que estrangula, como si se tratara de una cucaracha, a Akim Tamiroff en una de sus secuencias memorables. El deslumbrante plano secuencia inicial de Sed de mal, una toma única de varios minutos, en el que empleó una sofisticada planificación a base de grúas, es uno de los hitos de la historia del cine, al mismo nivel que el descenso de las escaleras de Odessa de El acorazado Potemkin de Serguei M. Eisenstein. Orson Welles adaptó, al azar, una novela de kiosco que compró en una estación de tren e hizo de ese texto, anodino y desconocido, una obra maestra convirtiendo a Charlton Heston, un actor muy limitado, en el creíble policía mexicano Vargas. Lo que menos importaba en el film de Orson Welles era la historia, demasiado oscura y a veces incomprensible, sino cómo estaba rodada, el virtuosismo cinematográfico empleado heredado del expresionismo alemán, el juego fotográfico con las sombras, los picados y los contrapicados que deformaban las figuras de los actores hasta hacerlas monstruosas.
Orson Welles realizó películas notables como El cuarto mandamiento, La dama de Shangái con su mujer Rita Hayworth, El extraño, y malas lenguas le adjudican las mejores secuencias de El tercer hombre de su amigo Carol Reed, pero Hollywood, sencillamente, le dio la espalda. Del genio de voz engolada se dice durante el macartismo, ese nefasto periodo inquisitorial, que es comunista, y tiene que exiliarse a Europa, a España concretamente, en donde todavía es capaz de levantar algún proyecto con presupuesto escasísimo como Campanadas a medianoche, rodada en un garaje casi toda ella, puro Shakespeare al que el director de Ciudadano Kane regresa años después de haber rodado teatro filmado en Otelo y Macbeth.
Y el talento inmenso de Orson Welles se dilapida en una serie de películas, casi todas mediocres, en donde se le requiere como actor invitado para que preste su maestría interpretativa en naderías con cuyos ingresos intenta levantar proyectos que se frustran, muchas veces, por su propia desidia. Siempre me ha interesado más experimentar que conseguir, decía, en su descargo.
Su último canto de cisne notable fue El proceso, una extraordinaria versión cinematográfica de la novela de Kafka con un reparto encabezado por Anthony Perkins y Romy Schneider en el que se reservó un papel.
Si pudiera elegir un lugar para vivir sería España, y en concreto Ávila. El clima es muy malo, muy cálido en verano, muy frío en invierno. En España Orson Welles se dedica, siguiendo los pasos de Ernest Hemingway, a la buena vida, a los toros—era amigo de Antonio Ordoñez, en cuya finca están enterradas sus cenizas, y de Luis Miguel Dominguín—, a los puros y al vino mientras su carrera cinematográfica se apaga y ya sólo es capaz de alumbrar films menores, aunque interesantes todavía, como Una historia inmortal y Fraude y deja por el camino una larga serie de films inacabados por su inconstancia creativa o sus problemas financieros como The Deep, Al otro lado del viento o Don Quijote que finalmente montó su amigo Jesús Franco.
El hombre que amó apasionadamente a la actriz mexicana Dolores del Río, el marido de Virginia Nicholson, Paola Mori y Rita Hayworth moría a los 70 años en Los Angeles, a pesar de haberse quejado siempre de lo cainita que había sido con él Hollywood, dejando tras sí una huella indeleble en la historia del cine, acorde con su majestuosidad física. Estoy en contra de la posteridad por principio, es casi tan vulgar como el éxito, dijo. Pues alcanzó la posteridad y tuvo más éxito una vez muerto que vivo.