Abbie, Sergi Escudero
(Esta novela saldrá publicada a mediados de mayo por ediciones Alfar)
El Abbie era la antesala de mi muerte. Los humanos pretendemos maquillar nuestra vida cuando sabemos que el final se encuentra cerca, mandándote un aliento apestoso y caliente. Algunos deciden llamar a unas putas, otros cambiar de nombre para empezar una vida igual de miserable que la anterior y unos últimos quedarse esperando en el sofá como quien decide abandonar antes de tiempo, cuando nada ha comenzado aún. Es bien conocido que nadie llega indemne al umbral de la puerta de la casa de la guadaña. Todos recibimos unos cuantos puñetazos metafóricos que nos dejan sangrando por la boca en calles abandonadas al drama del devenir. Pero la gracia está en aguantar esos golpes y en hacer que parezca que nada ha sucedido y que has sido un triunfador, aunque lo hayas perdido todo irremediablemente.
Son contados los casos que se dan de arreglos del pasado en el tiempo extra de cualquier transcurso. Los matrimonios no se suelen arreglar en los juzgados, ni en una mierda de polvo durante el cigarrillo de después. La aceptación de la derrota es mucho más útil que el ridículo de la solución imposible desesperada, aunque la mente humana no esté preparada para aceptarlo sin resignación. Pero, amigos, la mente humana está preparada para tan pocas cosas que los cuerpos permanecerían en el interior de los hogares si hiciésemos caso a la verdad terrible. Hasta algunos se cubrirían perennemente por la vergüenza de las sábanas calientes, creando un bucle infinito de cinco minutos más.
Los remedios de última hora suelen empeorar las cosas. Como cuando te tiras por encima agua de una fuente ante una mancha de chocolate del helado de tu padre. Se esparce, creando un escenario digno de un crimen atroz. En el fútbol, por ejemplo, se cuelgan balones al área como solución desesperada para encontrar a alguien que con la cabeza cree el éxtasis en el estadio en forma de gol salvador. Es la archinombrada épica que baña de cita con la historia las mentes diversas. Pero lo más normal es que la pelota se pierda por la línea de fondo sola, desesperanzada y abatida a causa de un centro impreciso que envalentona la decepción del respetable y les hace coger sus pertenencias y largarse a casa antes de hora para seguir con sus monótonas vidas.
A veces la que se pierde no es la pelota, sino tú mismo. Y eso es bastante más cruel, hasta el punto que quizá te haga llorar tres noches seguidas. Pero llorar no es lo terrible, sino la desazón de lo perdido. Aunque perderse tampoco tiene por qué ser malo. Preguntádselo a Colón. Muy apenado no se le vio por no haber llegado a la India. Las mejores madrugadas son las que terminas en un garito que ni sabías que existía cuando has salido de casa con ambiciones de acudir al lugar de siempre. Esos resquicios de imprevisibilidad alumbran la vida hasta llevarla a la luz total. Pero lo que sucede, de forma desgraciada, es que el ser humano suele deambular por la oscuridad, y muchos túneles no tienen ni salida, así que es fácil imaginar la escasa luz que hay al final. Por eso conviene llevar siempre encima una caja de cerillas, aunque simplemente sirva para aparentar.
Vuelvo a los cinco minutos más. Vuelvo a la pereza. No está fabricada para un viejo como yo. Pido disculpas por anticipado a los que compartan mi edad, que es la de sesenta y cuatro años, y que se puedan sentir ofendidos por mi autocualificación. Pero aviso de que así me definiré de ahora en adelante: un viejo. Quizá los que no aceptan definirse así es porque su vida ha sido una mierda y con tantos años aún tienen esperanzas de arreglarla, como quien lleva al mecánico su prehistórico Seat Panda pidiéndole un milagro imposible. Yo lo tengo todo hecho, solo quiero maquillar mi biografía, como las chicas guapas que igualmente se pintan la raya de los ojos antes de salir de fiesta, y no me da reparo aceptarlo como se aceptan todas las cosas que pasan por obligación en este mundo, las cuales son frecuentes y demoledoras. Al fin y al cabo, nadie nos preguntó si queríamos nacer.
Entonces yo no lo sabía, pero la existencia del Abbie no llegaría más allá de unos meses. Nunca estaba lleno, y eso que solo había siete mesas, todas ellas de madera de roble. Los clientes solían venir de paso, guiados por las leyendas que corrían por las calles barcelonesas. El aroma del Abbie era una mezcla entre absenta, marihuana y mar. Seré claro: era un bar ilegal. Pedro Sorribes, mi amigo de la infancia, era el jefe de los Mossos de Esquadra en aquel momento. Él sabía que era mi manera de vivir, no la de lucrarme. A cambio del diez por ciento de mis ganancias mensuales —todas en negro, por supuesto— me dejaba hacer. De hecho, el Abbie era el comedor de mi piso, que un buen día había decidido convertir en un lugar de conversación, bebida y, en ocasiones, drogas. Todo por un precio irrisorio.
Se encontraba en el tercer piso de un edificio de la calle del Mar de la Barceloneta, a un minuto andando desde la playa. Había comprado ese piso tres años antes de que empezara esta historia y dos años antes de que se convirtiera en el Abbie. Ese espacio escondido en las sombras de Barcelona me pareció el lugar perfecto para escuchar, el resto de mis días, las olas del mar acariciando con malicia la arena de la playa. Las mesas de aquel bar estaban situadas sin ningún orden, tal si fuesen piezas olvidadas de un Tetris al que su jugador ha abandonado para atender el teléfono. Una barra rústica, que me había comportado largas discusiones con un viejo amigo a la hora de escogerla, servía para que los clientes apoyaran sus vasos, y unas estanterías alargadas sostenían las botellas de alcohol. Todo muy rudimentario y acogedor.
La estrella del lugar era la fotografía a tamaño real de un servidor con Bob Dylan, el genio de Minnesota y autor de frases como “no me insulte diciéndome que mis canciones tienen mensajes, solo son conversaciones conmigo mismo”, que ocupaba la pared principal de la sala. A Dylan me lo encontré una tarde de verano de hace demasiados años en el Golden Gate de San Francisco. El sol nos alumbraba apurando sus últimas fuerzas del día que convertían en exquisitez fugaz los reflejos del mar. Él llevaba sombrero y gafas de sol. Aún así, lo reconocí. ¡Vaya si lo reconocí! Bob no podía ser mi Dios, porque ese era Kerouac, pero para mí era algo muy parecido a un Dios. De hecho, a veces tenía dudas sobre quién realmente era mi Dios. ¿Quién no tiene dudas en la vida? La cuestión es que le pedí una fotografía. Robert Allen Zimmerman, su verdadero nombre, aceptó.
—¿A ti te gusta el arte conceptual? —me preguntó Xènia.
—Te refieres a ese tipo de obras que un padre diría que las puede hacer su hijo, ¿verdad?
—Sí, a esa manera de hacer arte —contestó sonriendo.
—Me maravilla. La mayoría de padres dirían eso, ¿pero te has fijado en que ninguno de ellos ha puesto a su hijo a probar suerte con ese tipo de arte para forrarse?
—Y que muchos de ellos no sabrían diferenciar una obra de Picasso de una de Goya.
—Efectivamente. Si quieres, salimos a la calle con un dibujo del Guernika y otro de Las meninas. Te sorprenderás de la cantidad de gente que es incapaz de decir cuál es de Picasso y cuál de Goya.
—Las meninas son de Velázquez.
—Eres demasiado.
Xènia era bisexual y nudista, y solía participar en orgías. Le gustaba disfrutar de los placeres de la vida, siempre sin excesos. Esa forma de actuar se notaba cuando tomaba absenta: nunca más de dos vasos. Era morena, tenía veinticuatro años, medía aproximadamente un metro setenta, y su cuerpo era tremendamente esbelto. Sus ojos azules eran demasiado embriagadores para cualquier mortal. Era clienta habitual del Abbie y en ese momento se encontraba en la barra disfrutando de una Moritz. Nació en Cadaqués, a los dieciocho años se fugó de casa y desde entonces vivía en Barcelona, donde iba alternando trabajos. Curraba en un chiringuito muy cerca de aquí, en la playa de la Barceloneta, de donde había sacado más de tres y cuatro ligues.
Lo que más me gustaba de ella era su naturalidad. La naturalidad con la que lo hacía todo, la naturalidad con la que lo contaba todo. La envidiaba. Tenía esas ganas de vivir que a mí se me estaban escurriendo. En el pasado, yo las había tenido, un tiempo que tampoco andaba tan lejos, pero ahora se apagaban sin remordimiento. A mi edad, únicamente me quedaba aliento para pasar los días en ese bar clandestino y para conocer a las personas que acudían a él buscando conversación.
La otra persona que tenía su culo asentado en una de las sillas del Abbie esa mañana de Sant Joan era Leopoldo Martín. Él era una de las personas que también solía venir habitualmente. La vida le había enseñado la tragedia sin ninguna vergüenza a este marino bajito nacido en La Barceloneta. Los remordimientos llenaban la cabeza del hombre, que poseía barba incipiente, pelo blanco y unas arrugas que avisaban de lo vivido. Sus ojos, marrones, estaban abatidos, casi rotos. Hacía poco más de dos años que le había sucedido aquello que convertiría su vida en un infierno. Leopoldo conducía su coche, viejo y destartalado, por la carretera nacional que une Barcelona con Vic. Los días anteriores había nevado, y el frío había provocado que trozos de la calzada estuviesen completamente helados. Era oscuro. Plena madrugada. Aceleró más de la cuenta en una recta y, al llegar a la curva, el coche se deslizó hasta empotrarse violentamente contra el muro que separaba los dos sentidos de la marcha. Leopoldo solo se rompió una pierna. Claudia, su mujer, falleció en el acto.
Desde entonces estaba sumido en una profunda depresión. El alcohol y las pastillas que le daba su psiquiatra eran su salvación momentánea y diaria. Tenía un hijo que se había convertido en su único motivo para seguir luchando a pesar de todo. Si no, quizá ya haría meses que se habría tirado por un acantilado, que es en lo que se había convertido su vida: un jodido acantilado. La lectura lo distraía y, en aquel momento, empleaba su tiempo en leer La Vanguardia al calor de un café con leche, deteniéndose en cada página con precisión de hormiga.
Yo siempre había sido un enamorado del folk y por ese motivo en el Abbie normalmente sonaba folk. Lógica simple. Evidentemente, no pagaba ni un mísero euro a la SGAE. Que el bar fuera clandestino, ya inaugurado con una ilegalidad evidente a sus espaldas, me proporcionaba la libertad de que, a partir de ello, toda ley era tonta simplemente por existir. Como el asesino al que le costó apretar el gatillo de la pistola la primera vez que le voló los sesos a un inocente, pero que ya se lo toma con más relajación cuando lo tiene que apretar a los sucesivos. El remordimiento ya corre por tus venas y las vidas individuales ya no son tan importantes cuando forman parte del grupo.
Mi querido Dylan interpretaba entonces “Desolation row”. Xènia tarareaba la letra de la canción entre susurros mientras se acomodaba con la mano un pelo despistado detrás de la oreja, y Leopoldo sonreía por culpa de algo que había leído en el diario, seguramente aquel artículo de opinión de aquel periodista que tanto veneraba, aunque a veces detestaba. Cuánta belleza en un solo instante.
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Sergi Escudero (Barcelona, 1991). Es periodista pero actualmente trabaja como freelance para diferentes medios como Vice Spain o el suplemento Cultura/s de La Vanguardia. Anteriormente ha pasado por la redacción de La Vanguardia en dos ocasiones y ha trabajado eventualmente en diferentes medios catalanes, tanto escritos como radiofónicos. Vivió un año en Milán, donde terminó sus estudios periodísticos. Abbie es su primera novela.
(@sergiescudero)