A propósito de ladrones de cobre: Lost River (2014), de Ryan Gosling y Clan salvaje (2014), de Jean-Charles Hue
Por Miguel Martín Maestro.
Robar cobre ha sido, durante unos años, una actividad muy lucrativa. Siendo material relativamente escaso, el esfuerzo de obtenerlo ilícitamente y el rendimiento alcanzado justificaban el riesgo. Normalmente en manos de bandas escasamente cualificadas, con la connivencia interesada de las chatarrerías y con un destino en las potencias emergentes que lo compraban a un precio inferior del mercado oficial, “ir a la chatarra” equivalía a salir de rapiña apoderándose de la chatarra real y de la que venía mucho mejor considerar como tal. Dos películas actualmente en cartelera, de estética y ambiciones muy distintas, acogen en su relato la figura del ladrón de cobre, la chatarra como material cinéfilo, y a veces, como resultado del esfuerzo del creador.
Lost River es la primera incursión de Ryan Gosling en la dirección de películas, el resultado parece no dejar indiferente, desde el aplauso incondicional a la más absoluta repulsa, reconozco situarme más cerca de lo segundo que de lo primero. En este cuento posmoderno donde la carroza de Cenicienta se ha transformado en un coche descapotable con trono incorporado en el que se sienta el sombrerero loco, las decapitaciones son de animales y no de súbditos incompetentes, la reina de corazones se ha transformado en una performer de espectáculo porno-gore y los figurantes más que cartas de póker parecen salidos del frenopático más cercano. En el cuento de terror posmoderno hay casas sombrías, malvados de cuello blanco, psicópatas sangrientos, madres superadas por los acontecimientos de una crisis económica devastadora, jóvenes puros de corazón cuyo único problema es vivir en el lugar equivocado, mujeres cuyo instinto maternal se ve imposibilitado ante la necesidad de procurar aportar los medios necesarios para subsistir. A falta de cariño podemos hasta adoptar una rata como mascota, nada es extraño en un mundo al margen. Tenemos incluso un hechizo que eliminar. La película tiene una cuidada estética, un control de los personajes, una creación de ambientes insanos notable, unos personajes magnéticamente peligrosos, una banda sonora que acompaña subterráneamente la aventura por escapar de un mundo en ruinas, entonces, ¿dónde está el error?
En la evidente absorción de referencias cinematográficas recientes que hacen, de lo original, un refrito. No cuesta imaginar el personaje del bancario sádico (Ben Mendelsohn) inspirado en el Dennis Hopper de Terciopelo azul de David Lynch, o a Cristina Hendricks como un revival de Isabella Rossellini, incluso Saoirse Ronan parece un trasunto de Laura Dern. Y a esa estética enfermiza del cine lynchiano le añadiríamos el componente de violencia expresa que se manifiesta a cuentagotas y que tan cercano debe ser a Gosling porque es un calco preciso de sus dos apariciones en el cine de Nicolas Winding Refn (Drive, Solo Dios perdona), incluso la ambientación en esa localidad innominada, llena de viviendas unifamiliares abandonadas, con población en desbandada, se parece sospechosamente al Detroit real de un documental como Detropia y nos acerca a las fantasmales calles por las que Adam y Eve transitan en la noche permanente de Sólo los amantes sobreviven. En este conjunto de referencias, con La noche del cazador amenazando a los niños indefensos con un personaje que vive para el odio y la violencia, incluso con los suyos, la mezcla del agua que todo lo lava y el fuego que todo lo purifica, termina impostando el conjunto, la mentira de lo que se cuenta sobrevuela la totalidad de la propuesta y aquellas partes que, por separado, podrían permitir avistar el nacimiento de un cineasta, de momento sólo aventuran la presencia de un nuevo ladrón de cobre. El ladrón de cobre causa mucho destrozo para conseguir un pequeño botín, en este caso Gosling apabulla con la parafernalia de una puesta en escena que contiene un relato hueco y sin sustancia, pocas veces la forma se vendió como justificante de un contenido. Si aplicamos el fuego purificador a la forma, la película se queda convertida en cenizas, mero polvo, más no enamorado.
Clan salvaje narra las andanzas de una etnia gitana propia de Francia, los Yeniches, y su mayor logro será que, en muchas ocasiones, no sabremos diferenciar si nos encontramos ante un documental o ante una ficción. No es extraño, la película de Hue tiene un precedente en un documental de hace una década del propio director, La BM du Seigneur, en el que diseccionaba la vida de este clan. Diez años después el director provoca una metamorfosis del calibre de usar a los verdaderos gitanos del documental como actores de su propia vida. 24 horas en la vida de este clan, los Dorkel, colocado en la disyuntiva de seguir viviendo del aire, libres, mediante el robo como forma de vida o bien adecuarse a los tiempos, reeducarse, en este caso a través de la religión, rehusando seguir comportándose como sus generaciones precedentes, dejar el delito y el crimen para inspirarse en la figura de Jesús.
El campamento gitano ha pasado a estar dominado por esa espiritualidad ad hoc de la iglesia evangélica. Los hermanos Dorkel esperan la llegada del hermano mayor después de pasar 15 años en la cárcel por matar a un policía en un robo desgraciado. Cada uno espera la llegada de una manera distinta, el hermano pequeño como la llegada del héroe, el mediano como una amenaza a su posición de predominio familiar, la madre como el retorno de un problema que no acepta culpa alguna, el entorno con la preocupación de que la llegada de Mickael coloque al poblado en la situación en que se encontraba cuando el padre de los Dorkel era el jefe, el miedo a la violencia coloca a los Dorkel en una situación incómoda en la comunidad. En una larga noche en la que los hermanos intentan reverdecer viejos laureles de delincuencia entrando en una espiral autodestructiva en la que todo lo que puede salir mal sale peor, Mickael, cuya iluminación que procede de una mirada hacia lo alto, encomendándose no al dios de su etnia, sino al recuerdo del padre, toma conciencia de ser uno de los últimos, un fin en sí mismo, “un ladrón ha de pagar por lo que ha hecho”, y consciente de no pertenecer a la comunidad en la que se crió, decidirá apartarse de sus hermanos y protegerlos mediante su propio extrañamiento.
Hue retrata la vida callejera de los hermanos y el contraste entre religiosidad como alternativa o crimen como solución, con pulso y vigor, en una larga noche en la que la excitación inicial va derivando en pesadumbre y miedo a las consecuencias con un coche que va desvencijándose ante los retos que le plantea el conductor. Los jóvenes Dorkel han perdido el carácter indómito y salvaje del clan, se han domesticado, han abandonado su genética nómada y aventurera y quieren hacerse sedentarios y conseguir la aceptación social. La marginalidad aceptada pasa por abandonar el crimen, hay muchas tumbas y muchos funerales en el pasado del clan, Mickael reconoce que ya no es el clan el que le va a dar la fuerza, sino el pasado de ese clan, los viejos modelos de comportamiento que han desaparecido hasta de las viejas generaciones supervivientes que reprochan el comportamiento de este tipo violento, irascible e impulsivo. El mal de ojo encarnado en un cargamento de ojos ortopédicos terminará de inclinar la balanza, es el recuerdo de un padre ausente, la memoria de que lo que mal empieza mal ha de acabar, los Dorkel son carne de presidio o de cementerio, sólo cambiar puede evitar esta realidad histórica.