El país de los locos y sus pequeños puritanos: «LA EDAD DEL HIERRO», de John Maxwell Coetzee
Por Ignacio González Orozco.
A principios de la década de 1960, el veinteañero John Maxwell Coetzee, doblemente licenciado en Literatura y Matemáticas, poseía todos los requisitos materiales que pueden desearse para llevar una vida satisfactoria como profesional acomodado, salvo una condición no menor: su país, la República Sudafricana, política y socialmente vertebrada por uno de los regímenes más irracionales del siglo XX, el apartheid. De ahí que tomara los bártulos y emigrase a Londres, donde se labró un prometedor futuro laboral como programador informático en la poderosa compañía IBM. Comprendió entonces que tampoco podría ser feliz dedicando la mayor parte del tiempo a la venta de su fuerza laboral en el ambiente frenético de una multinacional, por bien que le pagaran, y emprendió la aventura literaria –es cierto que armonizada con la docencia universitaria– que le llevó, en 2003, a la obtención del premio Nobel de Literatura.
El espíritu inquieto del autor ha quedado plasmado en su obra, puesto que son notorias las variaciones formales entre las novelas dadas a la estampa. Sin embargo, el componente autobiográfico enhebra unas con otras como una obsesión creativa de la que no pueda desprenderse el escritor sudafricano, incluso cuando se muestra de un modo no explícito, alegórico, como ocurre en La edad del hierro (1990), una intensa experiencia narrativa en la que viene a ser la propia sociedad blanca sudafricana –o una parte de ella, la que rechazaba el apartheid desde principios humanistas pero convivía con el orden dado en aras de su cómoda primacía social– esa voz que se dirige entre lamentos al ausente (el propio Coetzee).
Novela de formato epistolar, su narradora de la historia es la señora Curren, una profesora de latín jubilada a quien han diagnosticado un cáncer incurable. La enferma escribe a su hija, que vive en la costa oeste de los Estados Unidos, una joven profesional –como lo fue Coetzee– que ha optado por mostrar su desacuerdo mediante la ausencia, autoexiliándose. Un buen día, la protagonista encuentra tras su casa a un vagabundo de raza negra, Vercueil, derrotado por el alcohol y en un estado ruinoso. Movida por la compasión, lo acoge en su hogar, al que pronto llegarán otros dos refugiados: Bheki, el hijo mayor de Florence (la criada de la señora Currin, evidentemente negra), y John, amigo del anterior, que no pueden ir a clase porque su colegio ha sido incendiado en una de las algaradas que jalonaban la resistencia de la población negra contra la segregación racial. Florence teme que su hijo se implique en acciones violentas, y por ello prefiere tenerlo a su lado.
A partir del encuentro entre la señora Curren y Vercueil se genera una singular relación de apoyo y dependencia. Ella necesita saberse útil a pesar de su enfermedad terminal; además, su beneficencia le sirve para marcar un contrapunto personal con su entorno, que parece arrojarse de cabeza a la hecatombe de la más atroz lucha de exterminio racial. Él se deja cuidar desde la dudosa certeza de una consciencia vapuleada por los malos tragos (los de la vida y los de la botella), recibiendo un afecto cuya existencia había olvidado hacía ya mucho tiempo.
Como contrapunto a la docilidad infantil de Vercueil, que se deja mimar porque está harto de combatir en todas las palestras de la existencia, Coetzee opone la candorosa ferocidad de los aprendices de hombre acogidos en la casa. Dos adolescentes en quienes ha prendido la brasa del odio, como en tantos muchachos negros sudafricanos que se vieron empujados a la violencia por la más que evidente imposibilidad de enfilar un rumbo digno para sus vidas en el seno del apartheid… O quizá no, puede que se trate de dos chicos en sí mismos inadaptados y de pulsiones agresivas, pero, ¿tiene sentido esa especulación ante la evidencia monstruosa del régimen segregacionista, expresión de la mayor de las insanias posibles?
A Coetzee, enemigo declarado del apartheid, no se le escapa la profunda contradicción oculta bajo esa censura moralmente denigrante que recae sobre los violentos por el solo hecho de enfrentarse a la tiranía. Y aún así se atreve a enunciar una crítica demoledora contra la militarización de los espíritus inherente a este tipo de situaciones de violencia declarada; manifiesta, en el caso concreto de Sudáfrica, en niños que en el fragor del ideal “puede que empiecen por no preocuparse de sus propias vidas y terminen por no importarles las de los demás”. Que inflamados por el valor del sacrificio y en nombre de la libertad se comportan como déspotas sin piedad, “Pegan a un hombre y le dan patadas porque bebe. Incendian a la gente y se ríen mientras muere quemada”. La señora Curren teme por el futuro si esos mismos chiquillos, “pequeños puritanos adustos, que desprecian la risa y desprecian los juegos”, son los llamados a llevar las riendas de un país que también es el suyo (aunque ella ya no lo verá) y se lamenta de su precipitada conversión en adultos a falta de la autoridad moral de los padres, ora por la ausencia física –tantas y tantas familias negras rotas por la violencia oficial o debido a todos los males que rondan la miseria como las moscas la basura– ora por la imposibilidad de ofrecer respuestas aceptables ante el despropósito jurídico y social en que vivían los sudafricanos: «Y el día que crezcan (…) ¿crees que dejarán de ser crueles? (…) ¿En qué clase de padres se convertirán si aprenden que se ha terminado la época de los padres? ¿Pueden volverse a crear los padres una vez la idea de los padres ha sido destruida dentro de nosotros? (…) ¿Cómo van a tratar a sus hijos? ¿Qué amor van a ser capaces de dar?”.
Todas estas reflexiones tienen su correlato teórico en la pretendida necesidad de la violencia como instrumento y factor de cambio político y social. Las condiciones objetivas de injusticia del régimen sudafricano no libraban a sus antagonistas más extremos de caer en la autocomplacencia del todo vale contra la opresión; un estado narcotizante de la moral individual y colectiva, que justifica todo cuanto de malo pueda hacer uno mismo si se considera beneficioso para la causa defendida. Por mucho que cueste aceptarlo en una situación de abierto conflicto, los crímenes ajenos –aunque sean ciertos– son argumentos nulos para la justificación de los desmanes propios. La celebrada “contraviolencia”, tan cara a los teóricos insurreccionales de las décadas de 1960 y 1970, puede convertirse en una hecatombe destructiva para propios y extraños, sobre todo cuando se impone la falsa prioridad intelectual del “análisis político” sobre el juicio ético.
Frente a este fanatismo encontramos el cómodo desapego de tantos y tantas señoras Currin que han vivido al margen del dolor ajeno (¡qué bellas las bonae litterae, cómo nos ayudan a volver los ojos de modo egoísta hacia nuestra alma bella, en medio del horror contra el que estamos protegidos!). Pero la muerte de Bheki conmociona como ningún otro dolor a la protagonista, quien acumula sus últimas energías en un grito de denuncia, con la firme voluntad de no desfilar como un autómata más por la historia de ese país de gente muda, sorda y ciega: «he estado angustiada en el pasado, he imaginado que nada podría ser peor, y luego han llegado cosas peores, como pasa siempre, y lo he superado, o eso parece. Pero ¡ese es el problema! Para no quedarme paralizada de vergüenza he tenido que pasarme la vida superando lo peor. Lo que ya no puedo superar es esa forma de superar las cosas. Si supero esto de ahora, y no volveré a tener ocasión de no superar algo. A fin de poder resucitar no debo superar lo que pasa ahora». Buena forma de hallar sentido a la vida más allá de las gratificaciones domésticas del matrimonio y los hijos, del placer de la lectura de los clásicos, de las comodidades de la vida burguesa; no importa que el cronómetro de los días corra desaforado en nuestra contra si acariciamos la convicción de que un solo acto, una sola palabra puede justificar toda una existencia insulsa.